Una ráfaga. Del brazo de Djokovic salen disparos tan potentes que parecen ser capaces de perforar la raqueta de Murray que se esfuerza por contener lo inevitable: la cuarta ocasión en que el serbio ganará el Abierto de Australia y tercera consecutiva.
Sobre la cancha azul que totaliza la pantalla de mi televisor la pelota parece ser un meteorito, cuyo impulso estalla al momento de escucharse los gritos de ambos tenistas. La gente guarda silencio como si lo que ahí estuviera ocurriendo fuera una cirugía cerebral o una a corazón abierto y estuviera ahí, el órgano latente en manos de ambos, pasando de cancha a cancha.
Tengo ropa dispersa por toda la habitación y no porque particularmente disfrute del desorden, sino porque me he tenido que mudar este fin de semana de improviso. Hace unos días llegó el arrendante con un aviso: el banco le tenía embargado el lugar y se lo iba a quitar. Vaya sorpresa. Pero es el destino de los que alquilamos, vagar como nómadas de ciudad a merced de la suerte.
La suerte, caray. Esta semana ha salido toda mala. Accidentes imprevistos, mudanzas, nieve en San Marcos y mucha muerte. Ayer mientras cené con mi madre y escuchábamos en la radio que mataron a dos policías en la Roosevelt al intentar detener a una banda de asaltantes. Les hicieron el alto y dos autos, con más asaltantes, los coparon disparándoles y luego atropellándolos. La siguiente noticia en la radio era una pierna que apareció en alguna parte de la ciudad. A la espera de las otras partes del cuerpo.
Asesinatos de pilotos de buses. Es lo que hay. Mientras Djokovic sigue sacando fuego y los australianos, esa gente ruda, disfruta ovacionándolo como se debe. El muchacho sabe ganarse a la gente y Murray también.
Hoy lunes se sabrá si Ríos Montt va a juicio o no. Mientras escribo este texto, estará sentado esperando la resolución. Y yo me muero del ansia. Esperando que el sistema de justicia no defraude, que no claudique, que sea bálsamo y no sal en la herida.
A lo mejor y tan solo soy como esa pelota de tenis, disparada entre la violencia de hoy y la de antes, quizá tan solo sea un cuerpo esperando los golpes. Lo cierto es que tengo miedo. Sí, estoy cagado del miedo. En el barrio decían que los asesinatos de pilotos eran culpa del PP hoy de Líder, yo que sé.
Quizá nosotros seamos la pelota de tenis que se juega entre el poder. Ahí están sonrientes, atléticos y vigorosos y nosotros de un lado a otro, no en una cancha azul, sino en una escarlata. Una muy roja en la que quizá nos podamos confundir.
Como el hombre que mataron frente a su hijo la semana pasada por bajarse a pedirle a la persona que le acababa de chocar el vehículo se hiciera responsable. Como las otras partes del cuerpo cuya pierna apareció ayer.
Uno se puede regocijar en el horror enumerando las masacres de una semana en este país. Pero qué va, volvamos a lo que iba: el partido estaba muy cerrado, cuando Murray, luego de cometer una doble falta iba a sacar. Cómo son las cosas: en medio de la noche y sobre la cancha, desciende una pluma. En su vuelo lento, casi de caracol cuya baba anuncia la catástrofe, Murray le confunde con la pelota se distrae y vuelve a sacar mal, dándole un punto que si bien no le hizo perder la copa, fue suficiente para que se derrumbara.
La foto de Murray recogiendo la pluma. Esa es la imagen del partido. Lo traduzco a mi imagen: si el poder son los jugadores de tenis en la cancha y nosotros la pelota, ese cuerpo agonizante, embestido brutalmente a cada golpe, no hay que olvidar en el juego, que ese poder es tan frágil que una pluma le puede hacer caer. Porque no está legitimado, porque se basa en la fuerza, porque se centra en el miedo y lo alimenta.
El miedo. Yo tengo mucho. De que algún día los míos sean uno de los quince cadáveres diarios. De que yo algún día sea una obstrucción de tránsito y mi cuerpo no sea mi cuerpo sino una mancha escarlata desperdigada sobre el asfalto.
Tengo miedo he dicho, pero me lo aguanto. Todos los días lo enfrento y me lanzo a las calles, como si me entregara al más dulce de los mataderos y espero volver a casa para abrazar la comodidad de los sueños donde soy el mar. A donde irá a parar el hombre que hoy espera su apertura a juicio. A donde iremos todos a dar, a pesar del estruendo del río que parte la montaña.
Y mientras todo eso sucede, aquí estoy, viendo a Ríos Montt esperando la resolución y a que caiga una pluma sobre él y lo fracture.
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