Te estás abriendo con tal de no compartirte

Efectivamente, tienen listas interesantes. Pero días después me di cuenta de que la inmediatez y la facilidad de compartir esa parte tan especial (para mí) de mi composición de gustos me quitaron la satisfacción de compartirme a mí misma. Y como eso suena a «te olvido para no recordarte», me explico: si esa conversación la hubiera tenido una década atrás y yo hubiera querido enseñarles de verdad mi música, tendría que haberlas invitado a pasar una tarde escuchando mis discos entre pláticas y cantar. Habría sido un momento para compartirnos. Pero a lo más que se llega ahora es a pasarse un nombre en una red social.

Cada vez somos más transparentes. Enseñamos viajes, comida, música, lo que estamos pensando en ese momento y lo que vamos a hacer. Información desechable que alimentamos constantemente porque estamos subidos en un barco que necesita corriente continua.

No estoy diciendo que nos salgamos de allí. Yo soy la primera que tuitea, que escribe en su blog, que enseña tonteras en Instagram. Pero sí me gustaría retomar algunas buenas costumbres que acercan, como las llamadas por teléfono en vez de las notas de voz.

Ahora creemos que la intimidad tiene todo que ver con pasarse información y nada con pasar tiempo juntos. Ni siquiera la disfrazamos de sexo porque hasta eso se consigue con un app.

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Toca reinventarse para conectar con los demás en situaciones reales. Tal vez eso implique dejar menos de nosotros en la vitrina y guardarnos un pedazo para enseñar cara a cara. Le huimos a la vulnerabilidad y hemos optado por creer que hablar de todo lo que nos pasa es crear conexiones. Aunque el desahogo en Twitter me gusta, no creo que tenga mucho más valor en general que gritar frente al mar. Las palabras salen y crean ondas que pueden llegar a ser sonidos, pero solo si alguien las recoge en sus oídos. Y, francamente, la mayor parte del tiempo se pierden en la vastedad de un mar hecho de expresiones similares.

Buscamos la autenticidad en este ciclo por sobre todas las cosas porque nos hartamos de las poses que mirábamos hace 40 años, pero no nos damos cuenta de que el esfuerzo por ser auténtico también es otra pose cuando se lleva al extremo. Nos hace exclamar cosas como: «A mí me pueden leer los mensajes directos porque no tengo nada que ocultar». Cuando todo ser humano necesita un espacio propio que no le sea arrebatado. Ese pedazo de uno que solo comparte cuando quiere y que no debería poder venderse para que lo acechen con mejores anuncios dirigidos a lo que estábamos buscando comer hace cinco minutos.

No confundamos el sobrecompartir con un verdadero acercamiento ni creamos que porque le conocemos hasta el gusto musical al otro sabemos quién es. Todavía se requieren momentos de conectar, de hurgar más allá de la máscara que el otro tiene puesta. Y escuchar. Con atención. No solo lo que nos enseñan, sino todo lo que están dejando fuera de la conversación. Por mucha información que haya en las redes sociales, a veces es más importante lo que no se posteó.

Entiendo el miedo que da salir al otro lado del vidrio que nos sirve de escaparate para tener relaciones verdaderas. Siempre está la posibilidad de que nos rompan a nosotros, y esas rajaduras cuesta repararlas. Pero no vinimos a mantenernos sin rompimientos. Vinimos a entablar relaciones, y esas siempre requieren una libra de carne con todo y sangre.