La armazón de aluminio empezaba a oxidarse y estaba más bien coja.
La sala de audiencias estaba vacía. La luz penetraba por entre las persianas plásticas, alfombradas por una capa intensa de polvo. Todo en el recinto parecía en calma, salvo las hojas amarillas y verdes del expediente que se movían junto al viento húmedo que alcanzaba a penetrar por los ductos de ventilación.
Faltaban veinte minutos para las diez y sólo se asomaba el oficial de audiencias. Traía y llevaba cosas. Cuando pasaba de salida me veía de reojo. En una de esas veces, sonrió una vez y miró el reloj como disculpando a las otras partes. Encendí la computadora, abrí el documento donde traía mis argumentos y seguí esperando.
Recordé una visita que hice a la Torre de Tribunales cuando estaba en la universidad. Habrán pasado diez años quizá. Fue parte del curso de Derecho Penal; nos llevaron a presenciar un debate que seguían contra unos tipos que habían entrado a robar a una farmacia. El fiscal era el padre de una de mis compañeras y parecía ser bastante bueno.
La policía había sorprendido a los tipos mientras se colaban por el techo, utilizando una soga y un serrucho. Recuerdo cuando los jueces examinaron el último instrumento. Lo curioso del caso fue cuando el tribunal llamó a uno de los acusados, preguntándole si quería declarar, invitándolo para ello, a pasar al estrado, que no es otra cosa que un escritorio idéntico sobre el cual descansaba mi computadora, que de tanto esperar ya hibernaba. La cuestión es que el tipo estaba tan nervioso que cuando escuchó que si quería declarar tenía que subir al estrado, lo procesó mal, qué se yo, y se montó sobre el escritorio diciendo “no tengo nada que declarar, señores jueces” con la voz temblorosa, agachado para poder alcanzar el micrófono que quedó a sus pies.
A todos nos dio por la risa y la presidenta del tribunal nos amonestó. Salimos a los cinco minutos. Fuera de la Sala, así como en todos los pasillos, en aquél entonces era permitida la venta de comida. Así que en las bancas, señoras con enormes canastos, destapaban ollas con fideos, frijoles, arroz, carne en salsa y pescado. Sí, aquél sitio olía a pescado por doquier. Y la gente que llegaba a ver a sus familiares detenidos compraba, también los oficiales de los juzgados y quizá alguno que otro juez que pensaba en el ahorro o simplemente sucumbía al olor que inundaba su oficina mientras dictaba sentencias de diez, quince, veinte años o pena de muerte, da igual, todo olía a lo mismo: cebolla, tomate y especies.
Ahora ya no permiten vender comida en los pasillos. Hay pantallas planas en el lobby anunciando las audiencias, como si fuesen buses que parten a algún sitio o vuelos que vienen de lugares lejanos. Ya no entran los hombres cargando en alto cajas de pizza, vendiéndolas por piezas. Pero el olor permanece, o quizá sólo se trata de un recuerdo que se me asoma mientras subo las gradas, grises, oscuras y sucias.
En fin, las partes llegaron, los saludé uno por uno, como si fuésemos una gran familia. Incluso al abogado defensor, que le he visto en infinitas audiencias. También a su cliente, un hombre a quien se le inició proceso por estafar a setenta dos personas con clubs vacacionales. Todos tomamos asiento y el oficial de audiencias entró a tomar su lugar, escribiendo quién sabe qué cosas en el computador.
Era la hora. Nos pusimos de pie y la jueza ingresó a la sala por la puerta trasera. A decir verdad, es una de mis favoritas. Una tipa seria, imparcial, con sobresaltos y rabietas, nadie es perfecto, pero imparcial. Llevaba puesta una toga negra. Es una tipa joven, guapa y tiene una auténtica capacidad oratoria, que a veces dejaba a un lado para convertir su resolución en un regaño bastante maternal para el abogado que osa equivocarse en su presencia.
Luego de la reverencia nos invitó a sentarnos. La audiencia estaba por empezar. Expuse el caso, la defensa argumentó, se presentaron las evidencias. La jueza las examinaba, haciendo breves pausas para hablar con su oficial, quien escribía cosas en el ordenador o le señalaba algo en alguno de los tomos del expediente. No sabía qué iba a resolver. No tenía idea. El defensor platicaba con su cliente, susurrándose las cosas por temor a que los escuchara y yo simplemente miraba mis argumentos en un documento de Word abierto en mi laptop.
Esta judicatura va a resolver, dijo, con la ceremonia que le es usual. Tomó la palabra y comenzó a argumentar y mientras lo hacía cruzó la pierna derecha sobre la izquierda. Un espectáculo inmenso se formó frente a mí: debajo de la toga, emergía una de las piernas de la jueza. Llevaba un pantalón oscuro ajustado, pero ese no era el detalle principal, no; lo que llamó mi atención fue ese enorme zapato de plataforma y tacón que llevaba puesto. Era gigante, como si su plan fuera ser el quinto miembro de Kiss. Y bueno, si bien ya había tomado su tono maternal regañando al otro abogado con severidad, su zapato marcaba el ritmo de la audiencia y casi me dan ganas de sacarla a bailar.
Resolvió a favor de la Fiscalía y bueno, la otra parte se lo tomó a mal. Discutían. Nos pusimos de pie y la jueza salió de la sala de audiencias haciendo un enorme ruido con cada paso dado, como si martillara el piso o aplastara una legión de hormigas.
Reuní mis cosas y las guardé en la maleta. Era casi mediodía. Otros abogados esperaban que desocupáramos la sala para llevar a cabo la audiencia que les concernía, así que me apresuré. Afuera había mucha gente. Caminé entre la multitud. Seguramente habría una audiencia televisada, yo que sé. Lo cierto era que bajando las gradas, claramente sentí el olor a comida inundando el lugar.
También escuché unos tacones alejarse y pensé en ya saben quién.
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