La primera vez que supe de ella fue a mediados de los años setenta del siglo pasado y no recuerdo con exactitud si la leí en una revista conmemorativa (de alguna feria patronal o de la Independencia) o en algún periódico de algún pueblo del interior de Guatemala, de aquéllos que guardaron parte de la verdadera historia de estos pueblos mesoamericanos.
Sucedió en un lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme porque me gusta visitarlo con frecuencia y no vaya a ser... Es una ciudad idílica donde, en cada Cuaresma, escenifican la Pasión en vivo. Y ese año, ese año de los ¿50? o ¿60? del XX, el director de escena cometió una rotunda equivocación: Escogió como el centurión que azotaría a Jesús en cada caída, a un joven despechado por quien escenificaría a María Magdalena. La patoja lo había dejado para hacerse novia de quien representaría a Jesús.
El guion incluía a un diablo que habría de ir bailando de la felicidad por la cercana crucifixión de Jesús y para ello, escogieron —por pura broma—, al más serio y responsable del grupo.
Llegado el día, como todos los años, la gente esperaba apretujada el cortejo en el parque central de la población donde, alrededor del mismo, se representaría las tres caídas pero, ese año, tenía algo de particular: No sólo ese grupo escenificaría la Pasión. Otros dos lo harían en diferente fecha y el cura párroco había ofrecido un premio al que demostrara más realismo.
Así las cosas, la gente exclamó un grito de, entre susto y asombro, cuando la crudeza se hizo sentir en la primera caída. Con un arrojo insólito, el centurión descargó sus chicotazos sobre el Jesús quien gritó de dolor y a la vez, le dirigió algunas miradas poco ortodoxas a quien tan cruelmente lo flagelaba. La gente aplaudió.
En la segunda caída, al centurión se le fue la mano y junto con los latigazos descargó dos puntapiés en las piernas de quien hacía las veces de Nazareno y fue la debacle. El ofendido tiró la cruz, se levantó y le soltó una trompada al centurión quien cayó de espaldas con el faldón volteado sobre la cintura exponiendo así los muslos y algo más. Y siendo que, cada uno de los pretendientes de la María Magdalena tenía sus fans, no tardó en armarse la molotera. Fue la de todos contra todos.
Cuando llegó la policía no sabían qué hacer, no entendían lo que estaba sucediendo, sobre todo porque, el único que gritaba: “¡Paz, paz!, ¡tranquilos muchá, tranquilos!”, era el diablillo quien vestido de rojo, con sendos cachos de venado superpuestos en la cabeza y con un rastrillo como tridente, trataba inútilmente que se detuviera la batahola. La cola ya se le había soltado del disfraz.
Y fue en otra Cuaresma, en su última Cuaresma, cuando, un médico que fue mi amigo, mi consejero y en algún momento mi tutor, me dijo con una sonrisa pícara: “Yo era el diablillo”. Yo le contaba de la anécdota mientras esperábamos la Procesión de Jesús Nazareno del Consuelo.
La procesión se detuvo frente a nosotros al toque de los redoblantes para cambiar el turno de los cargadores. Y la mirada del Nazareno pareció dirigirse a él. Era profunda, penetrante, parecía decirle: “Venid, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitasteis; y a más de atenderme con amor, no me cobrasteis…”
Este año mi amigo y antiguo tutor pasará la primera en ese lugar del cual no puedo dar una descripción, ni siquiera sé cómo definirlo, pero seguro estoy, está reservado —también— para los mansos de corazón.
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