Congestión vehicular, contaminación ambiental, deterioro de las fachadas y mantenimiento precario de sus edificios coloniales, son algunas de sus amenazas más visibles.
Es indudable que ya solo con recorrer ese camino sinuoso rodeado por cafetales y buganvilias que culmina con los conos casi perfectos de sus tres volcanes, vale la pena visitar la ciudad colonial repetidamente. Y precisamente porque es uno de esos íconos de exportación, y contribuye a que el rubro de turismo se sitúe como el primero o segundo generador de divisas; creo que hay que pensar muy seriamente en su futuro, no solo como ciudad abundante en historia, legado cultural y artístico, sino como un lugar con calidad de vida para sus propios residentes, en esa tenue frontera entre lo urbano y lo rural.
Parafraseando a Mario Vargas Llosa, ¿en qué momento se jodió la Antigua? Ignoro si a raíz del terremoto de 1976, o a la falta de un decidido apoyo al Consejo de Conservación de la Antigua, o a la corrupción en las filas municipales, siendo el caso más evidente y resonado el de su exalcalde, actualmente en prisión. Lo cierto es que la falta de planificación integral y coherente de la otrora ciudad colonial compele a meditar profundamente sobre el destino de esta joya considerada Patrimonio de la Humanidad.
Yo no recordaba que se tenía que esperar tanto tiempo para poder cruzar una calle. Las hileras interminables de carros, camiones, camionetas y motocicletas transitan en un vaivén ruidoso y contaminante, que ponen a prueba la paciencia y seguridad del visitante. Otro infortunio es la contaminación ambiental producto del excesivo lote vehicular, pero también la auditiva derivada de los eventos y las celebraciones nocturnas.
Dada su mediana extensión y su trazo cuadricular tan adecuado, a estas alturas la ciudad debería ser totalmente peatonal. No solamente la calle del Arco de Santa Catalina y una de las calles adyacentes al parque central debieran estar cerradas para el goce de los transeúntes, sino todo su perímetro histórico. La ciudad toscana de Siena, por citar solo un ejemplo, es otra ciudad emblemática y también Patrimonio de la Humanidad. Allí está prohibido el paso vehicular. Las personas llegan en bus, o en tren, y los carros particulares quedan estacionados en las afueras. De tal forma que la ciudad está al servicio de sus paseantes y habitantes, siendo el ornato y calidad del aire de primer orden.
No todo está jodido, obviamente. La eliminación de los cables eléctricos aéreos y algunas restricciones para que la juerga y la parranda no pasen después de las 11 de la noche, son algunas medidas positivas. Además, el parque central, frente a la renovada fachada de la catedral, sigue siendo un refugio, como detenido en el tiempo, donde se dan cita lugareños, turistas y capitalinos, siendo quizás uno de los únicos lugares públicos acogedores en todo el país. Pero creo que el momento de intervenir coherentemente no puede demorar más, antes de que la Antigua se convierta en otra versión del centro histórico capitalino, donde ahora los esfuerzos de rescate resultan sumamente onerosos.
Todo lo anterior –a casi un mes de los estragos causados por el reciente terremoto en San Marcos–, nos remite a preguntas recurrentes sobre la preparación del país ante la vulnerabilidad de sus ciudades, su crecimiento demográfico, el papel del Estado en la gestión y revitalización de sus espacios públicos, así como el nivel de participación local en la planificación y adecuación de su propio hábitat.
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