Más adelante me encontré con este tuit:
La frase «ay, mamita, qué buena estás» se interpreta diferente dependiendo [de] desde dónde haya sido dicha.
- Desde un Maserati: piropo.
- Desde un Honda Burbuja: acoso.
- Desde una moto: abuso sexual.
- Desde un Transmetro: femicidio.
Guatemala es un país compartimentalizado, diseñado de tal forma que los distintos estratos sociales no se mezclan. Y si lo hacen, las condiciones de la interacción y la distancia entre uno y otro deben estar bien definidas. No es raro escuchar a alguien tachar de igualado a un mesero por tutear a los comensales. O la respuesta indignada de una mujer que reacciona con un «¿qué se está creyendo?» a la sonrisa del portero del edificio. En Guatemala nacemos y crecemos en burbujas excluyentes, y eso lleva a muchos a ver a los que están fuera del círculo cercano como ciudadanos de categoría distinta. Y los tratos desiguales y displicentes lo evidencian.
Conociendo esta realidad, sería ingenuo no incluir en el análisis general de las situaciones de acoso, sobre todo callejero, la variable de clase. Desde esta lógica, y tratando de entender a quienes esgrimen estos argumentos, no es inconcebible que las mujeres tildemos más fácilmente de acoso el piropo de alguien a quien consideramos de distinta clase social. Un comentario que en otro momento habríamos considerado agradable puede repeler según quién lo diga. «Según la marca del carro», dirían algunos.
Si en algo estoy de acuerdo con el tuit es en que las palabras, los actos, el acoso mismo no tienen significado en sí mismos. Lo asignamos. Y, eso sí, el significado depende no de la marca del carro, si no de variables mucho más sustanciales como la percepción de peligro que siente la mujer en determinada situación, la insistencia del hombre después de la primera señal de rechazo, las experiencias previas de abuso y los índices de agresión y de abuso sexual de su comunidad, por mencionar algunas.
La paradoja es que, cuando incluimos la variable de discriminación de clase en casos que se han interpretado como acoso, se traslapan dos problemáticas de desbalance de poder: la relación desigual entre clases y la relación desigual entre géneros. Quienes atienden solamente a una y anulan la otra terminan siendo exactamente aquello contra lo que luchan.
Generalizar es siempre equivocarse. Esta no es una ecuación en la que de cada lado se coloca una de las variables y se anula una con la otra. No podemos caer en culpar a una mujer por no sentirse atraída a una persona y, por lo tanto, rechazar su piropo. Tampoco en culpar a un hombre por acercarse de manera respetuosa a una mujer que le parece atractiva.
Usamos con ligereza algunas palabras, y creo que esto ha sucedido con el término acoso. Abusar de su uso y no matizar puede llevar a degradar la necesidad de nombrar fenómenos que deben corregirse en nuestra sociedad. No, no solo es acoso cuando lo dice un hombre pobre. Pero tal vez sea necesario aceptar que tendemos a tildar con mayor facilidad de acoso los piropos de aquellos a quienes consideramos de una escala socioeconómica inferior.
Tal vez lo más realista sea aceptar que, en cuanto a percepción, existe una parte poco clara en el continuo del acoso, un área gris que dependerá de nuestros prejuicios y sesgos. Y después de todo, ¿qué esperaban? En alguna etapa de la interacción estamos hablando de algo tan subjetivo y caprichoso como la atracción hacia otras personas y su reciprocidad.
Ridiculizar o minimizar el sentido de amenaza o peligro que pueda sentir una mujer en una situación de vulnerabilidad reviste una enorme carga de agresividad. Puede que generalizar y no discriminar entre piropos y acoso sea una especie de agresión contra los hombres y sus estrategias de seducción también. Es necesario hablar abiertamente de los prejuicios y de la discriminación de clase, un tema que nos atraviesa y define como sociedad, pero no a costa de otro tan urgente como el del acoso, la agresión machista y la necesidad de construir condiciones más sanas e igualitarias en las relaciones de género.
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