El trayecto que traía Lisa nos impactaba a nosotros, los altaverapacenses, pero a no ser por las acciones preventivas de los miembros de Conred a nadie más vi hacer algo, a pesar que algunos médicos sugerimos a no pocas personas avituallarse con la mochila de 72 horas.
«El peligro pasó, hasta el sol está saliendo» dijo alguien al inicio de una sesión por medio de una plataforma virtual. De inmediato imaginé que este individuo ignoraba de cómo estaban —muy cerca de nosotros, en línea recta— muchos pobladores beliceños y peteneros. Y asumí que esa costra que tenemos ya en la conciencia estaba generalizada en la sociedad guatemalteca, o por comodidad o por negación de la realidad.
Consideré también que Guatemala ha estado en medio de dos vorágines desde la supuesta era democrática que debió haber iniciado durante el gobierno de Vinicio Cerezo Arévalo (fiasco de fiascos). No de balde he dicho que los gobiernos civiles (1986 hasta la fecha), con sus felonías, santificaron a los anteriores gobiernos militares.
La primera corresponde a la amalgama de la sinvergüenzada y la necesidad adobadas por la ignorancia. Cada año los desastres nos cierran vuelta como nos los demuestran las consecuencias de los huracanes. Una de las razones está a ojos vistas. Muchas personas compraron terrenos para construir a la orilla de ríos o en terrenos de humedales que les vendieron a bajo precio o en pagos fraccionados alcanzables para su bolsillo, sin tener idea de lo que podía suceder ante una inundación. La gente compró confiada en el palabrerío de los vendedores con relación a que el peligro ante un desbordamiento era mínimo. Nadie se percató que hasta fosas sépticas tuvieron que implementar porque no había ni drenajes.
La segunda vorágine responde a las licencias que se han otorgado para que se pudieran realizar las lotificaciones en mientes. Importó la ganancia, no la prevención del peligro para los seres humanos. Tiene que haber un desastre mayúsculo para que se le ponga atención a un hecho de esa naturaleza. El año 2015 la comunidad El Cambray II, de Santa Catarina Pinula quedó soterrada por no haberse avizorado los riesgos de construir en aquellos terrenos. No menos de 280 personas quedaron enterradas en un santiamén. El caso aún está por dirimirse en los tribunales.
Yo estudié la escuela primaria entre 1961 y 1966. Mi escuela quedaba en la periferia de la ciudad. Para entonces, cada año esperábamos con mucha alegría el fenómeno que llamábamos «las crecidas de los ríos». Sucedía justamente en la época de huracanes. Cuando la inundación cesaba, íbamos a los potreros aledaños a buscar peces que habían quedado atrapados en las pequeñas lagunas circundantes y hasta con canasto lográbamos aperarnos de mojarras y lobinas. Pues allí, donde nosotros nos divertíamos, ahora hay casas, edificios y otro tipo de construcciones de las cuales dudo mucho estén asentadas en terreno seguro, porque fuera de la época de huracanes la mayor parte de los sitios eran llanos con suampos y no sé hasta dónde, se haya realizado un estudio de suelos.
Pero lo más terrible es el sustrato de las dos vorágines descritas. Me refiero a la indiferencia de la población. Esa indiferencia es un súper huracán que nos está devastando. «Después del trueno, ¡Jesús y María!» me dijo un anciano cuando me acerqué a una comunidad inundada durante las tormentas Eta y Iota, (así se escribe, Eta y Iota). Fue cuando comencé a pensar en esa costra que tenemos como sociedad, pero como una mala costra, porque la que recubre una herida en nuestra piel tiene propiedades sanadoras, esta otra, la que cubre a nuestros colectivos, no.
¿Será acaso el momento de recuperar el poder vinculante de la palabra? Yo creo que sí. Las redes sociales (utilizadas para insultar, propagar noticias falsas y desahogarnos para seguir al día siguiente como si nada hubiese pasado) nos están matando.
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