Un querido amigo, que labora ayudando a los demás en una comunidad en el interior del país, compartió una historia que refleja muy bien dos direcciones que la gente puede tomar durante la crisis. La primera dirección la encarna un grupo numeroso de personas que llegaron por la mañana con exigencias al lugar de la comunidad donde él trabaja. Según el relato, algunas de estas personas salieron con ímpetu de sus carros mientras otras grababan con sus celulares como si quisieran poner a alguien —y a su propia vulgaridad— en evidencia. Además de exigir los víveres de manera inmediata, requerían explicaciones de por qué a ellos todavía no les había llegado ningún tipo de ayuda mientras a otros sí. Tras una serena ponderación, los compañeros de la comunidad los exhortaron a irse con las manos vacías. Naturalmente, no es el modo de proceder cuando la ayuda es escasa. Esa misma tarde se acercaron otros dos señores que venían a pie, como desorientados y tanteando el camino. Resultaron ser dos ciegos —uno de ellos, de ceguera parcial, asistía al otro— que requerían víveres para sobrevivir. Mientras se les entregaban estos y pasaban de una conversación amigable a otra más íntima, uno de ellos contó que había acogido al otro en su humilde morada porque no tenía dónde más estar. Luego, fueron trasladados en carro, con víveres y compromisos, hasta su casa.
La solidaridad es la capacidad que tiene el ser humano de adherirse a causas ajenas. Para que esto ocurra, lo ajeno tiene que ser apropiado de cierta manera. Es suficiente con que exista un vínculo de identificación y un mínimo de confianza. El problema es que, en estos tiempos que vivimos, de individualismo atrofiado, la capacidad de ver más allá de la propia comunidad natural resulta ser una quimera. La sociedad individualizada es una miope, como si la ceguera parcial la sufriésemos nosotros, y no los hombres del relato, que son capaces de brindarse ayuda a pesar de sus circunstancias extremas. Miopía porque ignora el carácter dialógico de nuestra identidad e ignora que nuestra capacidad de vencer las crisis radica en la estrecha colaboración, y no en esfuerzos individuales descoordinados. Las vistas cortas dificultarán que la solidaridad brote, a lo cual se sumará la nueva desconfianza que produce la posibilidad de que el vecino —cualquiera en realidad— esté infectado y de que el ambiente de la crisis sea uno de incertidumbre hacia el futuro, de desconcierto y de confusión. El atomismo social, una vez más, es nuestro enemigo por vencer.
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Imagino que los vínculos erosionados en sociedades individualizadas pueden ser mitigados a través de sistemas públicos robustos que aseguren unos mínimos de bienestar y de cuidado para las mayorías. Sin embargo, será distinto en países con Estados débiles, como el nuestro, donde no solo no hay un propósito compartido ni una noción de bien común, sino que el aparato estatal estará ausente para las grandes mayorías. Entonces, la alternativa temporal será la solidaridad ciudadana. La ruta, no obstante, no está exenta de dificultades, pues ¿dónde cimentar la solidaridad en un país fragmentado, desigual y polarizado? ¿A qué identidad común podemos apelar para despertar sentimientos y acciones cívicas cuando no existe tal? Sin un vínculo compartido, no habrá narración que dote de significado nuestro comportamiento de adherirnos a causas ajenas. Es más: hoy por hoy, además de ajenas, son extrañas.
Los ciegos del relato no son solidarios a pesar de su condición, sino en virtud de ella. Su ceguera les hace ver con más nitidez lo que nosotros no podemos: la fragilidad de la condición humana, la contingencia, la precariedad de la existencia. Esa es tierra fértil para la compasión. El resto estaremos pensando en cómo podemos salir mejor de esta tragedia, lo cual es natural y deseable. Pero tendremos más oportunidad de salir mejor si lo hacemos cooperando, y no a través de esfuerzos individuales separados. Los ciegos, como dijo mi amigo, son capaces de hablar el lenguaje de la solidaridad y muestran que nadie es tan pobre como para no dar(se) en estos tiempos difíciles. Los cambios estructurales —que ya están ocurriendo de manera reactiva y sin que podamos controlarlos— vendrán más adelante. Lo ideal es que, cuando estos lleguen, encuentren nuevos horizontes morales dentro de nosotros en los que puedan asentarse.
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