Se ha dicho que este acuerdo “significa voluntad absoluta para conciliar posiciones, para anteponer, invariablemente, el interés superior de la nación”; y se supone que el Pacto “dará viabilidad y rumbo a las transformaciones que México ya no puede ni debe postergar”. Se pretende profundizar el proceso de democratización del país a partir de tres ejes rectores: el fortalecimiento del Estado, la democratización de la economía y la política, y la ampliación y aplicación eficaz de los derechos sociales.
En total son casi cien compromisos, articulados en cinco apartados: sociedad de derechos; crecimiento económico, empleo y competitividad; seguridad y justicia; transparencia y combate a la corrupción; y gobernabilidad. Las reformas contempladas afectan a la reforma educativa, las pensiones para desempleados y jubilados, la universalidad del sistema de salud pública, el combate a la pobreza, la defensa de los derechos humanos, el fomento de la competencia y el acceso a las telecomunicaciones, la reforma bancaria y fiscal, la conversión de la petrolera estatal Pemex en una empresa productiva, la creación de la Gendarmería Nacional, la unificación de códigos penales, la puesta en marcha de la Comisión Anticorrupción, una reforma electoral que limite los gastos de campaña y permita forjar gobiernos de coalición y un nuevo estatus jurídico para el Distrito Federal.
Reporta el diario español ABC que en este tipo de situaciones, los Pactos de la Moncloa (España 1977) han sido el referente permanente, casi a nivel mundial, de una vía de concertación y acuerdo político. Pero tal vía de acuerdo y concertación se justificó para atender una situación de crisis económica con grandes afectaciones sociales, que solo podría ser atendida con la voluntad y el acuerdo de todos los actores y fuerzas políticas de un régimen democrático.
Los Pactos de la Moncloa, en el terreno político, modificaron las restricciones de la libertad de prensa, quedando prohibida la censura previa y dejando al poder judicial las decisiones sobre la misma. Se modificó la legislación sobre secretos oficiales para permitir a la oposición el acceso a la información imprescindible para cumplir sus obligaciones parlamentarias. Se aprobaron los derechos de reunión, de asociación política y la libertad de expresión mediante la propaganda, tipificando los delitos correspondientes por la violación de estos derechos. Se creó el delito de tortura. Se reconoció la asistencia letrada a los detenidos. Se despenalizó el adulterio y el amancebamiento, entre otras medidas.
En materia económica, se reconoció el despido libre para un máximo del 5 por 100 de las plantillas de las empresas, el derecho de asociación sindical, el límite de incremento de salarios se fijó en el 22% (inflación prevista para 1978), se estableció una contención de la masa monetaria y la devaluación de la peseta (fijando el valor real del mercado financiero) para contener la inflación. Reforma de la administración tributaria ante el déficit público, así como medidas de control financiero a través del Gobierno y el Banco de España, ante el riesgo de quiebras bancarias y la fuga de capitales al exterior.
Aunque los pactos españoles pudieran ser inspiración para los mexicanos, hay que reconocer que son distintos, a partir de situaciones distintas. Quizá pronto nos veamos impulsados en Guatemala a buscar pactos de esta magnitud, y más allá del modelo mexicano –en donde para firmantes se privilegian los partidos políticos–, podamos tener un espectro más amplio de firmantes, con inclusión de más sectores y temas que incluyan los capitales natural y humano.
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