Ahora bien, prometer cambio es prometer solucionar o, por lo menos, avanzar hacia la solución de los graves problemas que aquejan a nuestra sociedad. Es romper paradigmas añejos y muchas veces también implica quitarles privilegios a poderosos, para lograr justicia para otros. Y es acá donde los discursos apasionados, tarimas y canciones de ritmo pegajoso deben darle lugar a la seriedad y madurez. El entusiasmo decae cuando se analiza la viabilidad de las promesas, de lo mínimamente necesario para lograr las soluciones a nuestros problemas.
Viabilidad en sentido político, ya que cambios profundos requieren apoyo de los sectores con poder popular, económico o mediático. También viabilidad financiera, puesto que estas promesas naturalmente deben transformarse en acciones o políticas estatales, y con ello gasto público adicional, mejorando su calidad y transparencia. Si queremos cambios y soluciones realistas, deben gozar de apoyo político y ser financieramente viables.
Nos sobran ejemplos de políticas públicas que no funcionan porque no se aprueba una ley o por falta de fondos. Casos dolorosos como el desarrollo rural, la seguridad alimentaria o el cumplimiento del Acuerdo Nacional para el Avance de la Seguridad y la Justicia (incluyendo las reformas de la Policía Nacional Civil y el Sistema Penitenciario).
Es esperable que estos temas figurarán en las propuestas mínimamente serias. Sin embargo, está por verse si se presentarán acompañadas de las medidas de política fiscal que aseguren su financiamiento. Las universidades, centros de pensamiento e investigación deben apoyar el proceso electoral proveyendo un diagnóstico serio de la situación actual de las finanzas públicas, así como insistir en el esfuerzo financiero adicional que implica el cumplimiento de las promesas electorales. Debe quedar bien claro que no podremos librarnos de la violencia, la pobreza, la desnutrición y la desigualdad en cuestión de unos meses, y que tampoco será gratuito.
Hablar de recursos adicionales para financiar más gasto público, requiere esfuerzo por mejorar su calidad y transparencia. Pero transparencia es participación ciudadana. Así, deben abandonarse los llamamientos a no votar, a la pasividad apática, egoísta e individual, que se conforma con insultar a los políticos y adoptar una visión pesimista de que nada puede mejorar.
En contraste, debe fortalecerse un llamamiento a la participación. Y es que si usted habla de transparencia, entonces se obliga a participar. ¿Cómo? Infórmese, participe activamente y vote.
La participación política no necesariamente requiere la afiliación partidaria. Utilice todos los medios a su disposición: foros, llamadas telefónicas a la radio o a la televisión, blogs, redes sociales (úselas constructivamente y no sólo para flirtear con el ocio). Pregunte y aproveche los espacios en los que los candidatos a presidente, alcaldes o diputados se exponen al escrutinio público (note que el candidato que no lo hace, ¡no gana!).
Y cada vez que escuche una promesa (si no hay promesas, es que el candidato le está anunciando que está dispuesto a no hacer nada…), no olvide insistentemente exigir respuestas: ¿quiénes le apoyarán a hacerlo (la viabilidad política, por ejemplo la aprobación de una ley en el Congreso)?, ¿cómo piensa obtener los fondos necesarios para financiar su propuesta (la viabilidad financiera, qué tipo de reforma fiscal piensa impulsar)?
Si no nos gustan nuestros políticos, entonces cambiémoslos. Sólo los ciudadanos bien informados, preparados para cuestionar públicamente a los candidatos, activos y que votan, pueden hacerlo. Usted puede hacerlo.
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