Inmediatamente pensé en la claustrofobia mortal a la que he temido siempre por vivir en una región de fallas geológicas, en donde lo más probable es que un día experimente un terremoto (el del ’76 lo pasé aún en el vientre materno). Una emoción realmente terrorífica es el pánico de quedar enterrado vivo bajo toneladas de escombros esperando resignadamente la lenta llegada de la muerte. Como lo hacen miles de personas en este país, que esperan el dichoso día que pondrá fin a su miserable existencia de campesinos indígenas desplazados de sus territorios.
Lo que vino luego a mi mente fue el clima electoral, especialmente ahora que el patrio ardimiento ha arremetido con el rollo de “que no ir a votar me impedirá reclamar más adelante, que otros decidirán por mí, que estoy privilegiando a no sé quien”. Los estribillos que circulan por las redes sociales me hacen sentir exactamente igual que si tuviera unas cuantas toneladas de escombros encima asfixiándome lentamente.
Pocas horas antes había estado en la conferencia de prensa sobre la situación de sitios como el Valle del Polochic o el caso de la Mina Marlin, que realizó el grupo de la cátedra UNESCO, la universidad de Catalunya y un colectivo de organizaciones civiles catalanas. En esa conferencia se presentaron algunas reflexiones preliminares sobre la investigación orientada a comprender el modelo de desarrollo de Guatemala. Como resultado directo de las relaciones de poder hegemónicas reproducidas por el “modelo” guatemalteco, los investigadores pudieron establecer que de las 236 entrevistas que realizaron, en por lo menos 203 casos se había dado algún tipo de violación a los derechos humanos de los campesinos indígenas (desde golpizas, persecuciones e intimidaciones, hasta asesinatos).
Una de las reflexiones que más llamó mi atención fue que los investigadores consideran que muchas de esas prácticas tienen un fuerte componente etnocida. Eso me hizo recordar la tesis que propone Ricardo Falla en su último libro, “Negreaba de Zopilotes”, cuando afirma que en la actualidad existe una forma silenciosa de genocidio.
La idea adquiere contundencia cuando son cruzadas las informaciones empíricas y queda evidenciado que ese genocidio silencioso lo padecen especialmente las comunidades indígenas que se encuentran en la defensa de sus territorios ante la penetración prepotente de corporaciones transnacionales mineras, empresas hidroeléctricas o de monocultivos como la caña de azúcar y la palma africana.
Me podrán decir que esas personas mueren en su mayoría de enfermedades, desnutrición, desempleo u otros desastres “naturales”; o que el genocidio solamente sucede cuando existe una política institucional de persecución y exterminio de un grupo étnico determinado. Uno se pregunta entonces si no cuentan como víctimas del genocidio aquellos que murieron de disentería en la reclusión de los campos de concentración, o de frío por falta de abrigo en el invierno germano, al huir de la violencia nazi.
En esta latitud, la respuesta salta a flor de piel cuando se pregunta por la celeridad y eficiencia del Estado guatemalteco para defender los intereses de estos grupos empresariales, hoy en día liderados por agrupaciones cañeras como Chabil Utzaj, la mina Marlin o Cementos Progreso (que, como puede verse en el Wikileak recientemente publicado por PlazaPública sobre Pérez Molina, son también los mismos sectores que financian las campañas de los partidos políticos con posibilidades reales de “ser electos”).
Hierve la sangre en cólera cuando uno sabe que la adjudicación de tierras a la familia Widmann, durante el gobierno de Berger, estuvo plagada de irregularidades como los conflictos de interés (no hay que olvidar que Widmann es pariente del ex presidente Berger) en el préstamo del Banco Centroamericano de Desarrollo o la desaparición de los títulos originales del registro propiedad de esas tierras en el 2005, para favorecer a la misma familia del ex presidente.
Uno no puede evitar esa sensación de claustrofobia y apocalíptica catástrofe al observar que el representante del Ministerio Público designado al lugar se dedica solo a crear maraña y enredo, proteger a los económicamente poderosos, acusando y emitiendo orden de arresto contra uno de los campesinos baleados la semana pasada por fuerzas privadas de seguridad pertenecientes a los finqueros, bajo el argumento de que allí lo que hubo es una vendetta personal entre familias de campesinos.
Si uno se siente aplastado por toda esa farsa del circo democrático, que esconde bajo toneladas de escombros propagandísticos y mentiras electorales lo que sucede con los hermanos indígenas, cómo se sentirán aquellos que hoy por la noche no tendrán un plato para darle de comer a sus hijos gracias la avaricia de los empresarios y sus esbirros, los políticos chapines. El esqueleto de Guatemala está en el Valle del Polochic. Guatemala está sumida bajo los escombros de un montón de historia catastrófica, producida por terremotos creados por hombres con nombres y apellidos, que no cesan de ser emprendedores en la inacabable desgracia de este país.
¿Será lo mejor hacer como decía mi amigo? No gritar, no moverse del lugar bajo los escombros, que puede temblar de nuevo y, de todos modos, nadie te escuchará. ¿Será lo mejor ir como apacibles borregos a participar de esta fiesta electoral y darnos la misma paja que nos damos cada cuatro años? ¿El “superhéroe” político ahora sí podrá defendernos? ¿O mejor contamos con su astucia de entrada y nos preocupamos por hacer cosas más efectivas y menos mediocres?
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