Aunque el imaginario de la Revolución del ‘44 pareciera ser una serie de imágenes dispersas (pero conexas entre sí), habla de lo más cercano que tenemos a proyecto coherente de nación deseable. Sobra explicar el por qué cada año cada cual a su modo, ante la actual degradación institucional del juego político, evoque sus principios.
A diferencia de las típicas efemérides y conmemoraciones postizas heredadas del Estado liberal patrimonialista, esta sigue siendo un referente de posibilidad lúcida de soñar que trasciende el alcance limitado que como proceso pudo tener en términos de transformación social. Pese a la naturaleza proteica del carácter de la Revolución de Octubre, se adivinan ciertos hilos comunes en esta simpatía hacia a los sucesos del 20 de octubre de 1944 y los diez años subsiguientes que son los que finalmente la hacen erguirse como el referente más firme de ethos político que los guatemaltecos comparten hoy en día.
Uno de esos hilos identificables es el haber posibilitado una nueva manera de entender lo político y el papel del ciudadano en esta sociedad guatemalteca que cuando sueña, aún es deudora de dicho período, y que también es hija desafortunada de lo sucedido diez años más tarde. Deudora e hija, como lo eran los agraristas y los jóvenes cadetes en el ‘54, los estudiantes del ‘62, y toda generación que desde entonces ha seguido alimentando el relato imaginado de un proyecto de modernidad inconclusa pero posible.
La exaltación en el imaginario de la naturaleza de las instituciones creadas durante esos diez años va más allá de su valor instrumental; pretendían romper con una pluralidad de asimetrías sociales, económicas y políticas; no fueron meras “conquistas” u objetos de bienestar cosificado: es su carácter en tanto que rupturas históricas con lo concreto lo que las hace particularmente revolucionarias. La carretera pública que rompe el irritante monopolio del transporte, la planificación de la hidroeléctrica que liquida el monopolio de la electricidad, la legislación laboral que equipara al empleado con el patrón, y el acceso a la tierra que devuelve a los individuos la libertad sobre sí mismos. Estas instituciones sentaron las bases materiales para el florecimiento de los principios y valores republicanistas sobre los que gira (y posibilita) la disputabilidad de lo público desde hace más de 70 años en Guatemala.
No podría ningunearse el papel del liberalismo unionista de los años ‘20 y los limitados movimientos obreros de la época en la génesis del equilibrio republicano en Guatemala, pero es con la Revolución de Octubre que se erigen los pilares institucionales de una manera de entender las relaciones entre los individuos, pasar de entender la libertad de la “no interferencia” liberal al principio republicanista de la libertad como “no-dominación”.
Más allá de las obras, instituciones y disposiciones jurídicas legadas, las imágenes de los diez años de “Primavera democrática” son hitos históricos que eliminaron o aspiraban a eliminar ciertas formas indeseables de relacionamiento. Estas iban desde romper el monopolio de los capitales extranjeros hasta el más importante de todos: romper el monopolio y la discrecionalidad sobre la vida que tienen unos individuos sobre otros cuando estos entablan relaciones serviles. Dichos cortes transgresores nutren cierta psique política y por ello hacen las veces de función onírica generadora de imágenes de otro mundo posible.
La supervivencia de este metarelato de la ciudadanía política igualitaria que rompe con el orden natural de obediencia autoritaria y patriarcal de la aldea de Ubico, se explica en suma, por ser el embrión del proceso de entendernos como ciudadanos titulares e iguales, capaces de compartir un mismo espacio público y deliberar la direccionalidad de la historia a través de la política. Una subjetividad que arrancada a pedazos y por la fuerza, sobrevive en los remanentes de memoria colectiva y a través de estos grandes bienes comunales legados por la Revolución que contribuyen a realizar el requisito republicano más elemental de la vida en libertad: “no pedir permiso a nadie para poder vivir”.
El imán evocativo de esta ética política me obligó a escribir algo esta tarde, y antes que a mi generación, otras generaciones también evocaron sus principios para no perder la esperanza en esa noche tan larga treinta años atrás. Dichos principios son limitadamente convocadores ahora, no obstante, hoy jóvenes y viejos se dieron cita en diversos puntos de la ciudad para honrar dicha imagen colectiva. Confío en que algún día estos principios ético-políticos sirvan no solo para evocar y convocar, también sean la imagen de la invocación para la acción colectiva venidera.
* Sociólogo por la Universidad de San Carlos de Guatemala, tiene una maestría en investigación social aplicada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente es docente e investigador en la Universidad de San Carlos de Guatemala; ha trabajado como investigador del área de Estudios cuantitativos de la Oficina regional de la Organización Panamericana de Mercadeo Social –PASMO– y como consultor para el Instituto de Problemas Nacionales –IPNUSAC.
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