Tengo presentes al menos tres columnas de opinión de esta semana que alimentan el debate alrededor de la necesidad de cuestionar esta democracia y de llevar nuestra práctica política más allá de las elecciones. Con títulos muy sugestivos, además: «Defendamos la democracia, pero ¿para qué?», «Votar o no votar no es el dilema» y «No solo de elecciones vive la democracia».
El sentimiento de la población en general es algo que vale la pena explorar. Muchos somos conscientes de que este no es un proceso electoral típico. Estamos a menos de un mes de las elecciones y no lo parece. No se siente como en otros años. A menos de un mes aún hay incertidumbre sobre los candidatos y las elecciones mismas. En general, la incertidumbre permanece y el descontento va en aumento.
Se ha dicho que estas elecciones no son esperanzadoras, que más bien se pintan como una amenaza. En procesos electorales anteriores, una buena parte del electorado se aferraba a la idea del menos peor y por ese votaba. Su conciencia podía quedar tranquila, pues había cumplido con su deber ciudadano. Hoy parece no estar presente ese fantasma. O es que acaso la ciudadanía ya no está dispuesta a conformarse con ello.
Antes, un candidato se podía dar por satisfecho con ganarse el título del menos peor. Queremos que les quede claro a los políticos que ya no, que ya no les toca así. Por eso es que sigue resonando que en estas condiciones no queremos elecciones. Porque el proceso electoral que tenemos de frente es el mismo que ha permitido que tengamos a tantos ladrones como nuestros representantes.
El reciente comunicado del Grupo Intergeneracional reafirma el sentimiento sobre esta incertidumbre, desesperanza y frustración alrededor del proceso. Y frente a ello se hace una propuesta clara, que incluye el aplazamiento de elecciones. Otras organizaciones, como el Movimiento Semilla, también se han pronunciado en este sentido y se siguen llevando a cabo varios debates y espacios de reflexión al respecto.
Es importante, frente al panorama electoral inmediato, como lo leí hace unos días en Prensa Comunitaria, que no demos nada por sentado, que no nos conformemos, que fortalezcamos nuestro pensamiento crítico, que nos atrevamos a salir del cuadrado y a pensar fuera de la caja, a encontrarnos y desencontrarnos para pensarnos nuevos caminos.
A muchos les han enseñado que contradecir o tan siquiera cuestionar la Constitución es un delito-pecado. Defienden un Estado de derecho y un orden constitucional como si estos fueran dioses. Pero olvidan que las leyes que constituyen todo ese orden que defienden no son revelación divina ni vienen del Olimpo. Las leyes y las instituciones son creación humana, tampoco abstracta, sino hecha por grupos con acceso a tomar decisiones con base en sus intereses de clase y con el poder de plasmarlas sobre piedra para un Estado y sacralizarlas.
Las instituciones y la legalidad son reflejo de las relaciones de poder en una sociedad. Es por eso que cuando se cuestionan estas bases supuestamente neutrales tiembla el poder. Una frase anónima reza: «El apartheid era legal. La esclavitud era legal. El colonialismo era legal. La legalidad es una cuestión de poder, no de justicia».
Este Estado es verdugo de las mayorías, pues sirve a intereses de pocos. Si seguimos defendiendo ciegamente este sistema, estaremos defendiendo a nuestro verdugo. Atrevámonos a cuestionarlo, sin culpas ni cargos de conciencia, y atrevámonos a vernos más allá de adonde se nos ha enseñado que podemos llegar.
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