Esta estela autoritaria siguió presente en gobiernos de izquierdas y de derechas que, entre antojadizos fraudes electorales y reformas constitucionales a medida, han querido imponer su voluntad en la ya larga historia del reeleccionismo de este continente.
Los impulsores del golpe de Estado del 28 de junio de 2009 en Honduras señalaban que querían impedir la intención reeleccionista de Manuel Zelaya Rosales. El paso del tiempo ha demostrado que terminaron apoyando el continuismo de Juan Orlando Hernández con una reforma constitucional que, como ya es sabido por la opinión de especialistas, viola el derecho internacional y las libertades fundamentales de los ciudadanos.
Colegas sólidamente informados sobre la realidad hondureña nos habían advertido meses atrás que el fraude electoral al que asistimos estaba debidamente preparado. Para los sectores afines al Gobierno y al partido nacional, no estaba en sus previsiones que la tendencia a favor de Salvador Nasralla fuese tan contundente, por lo que movieron las piezas necesarias para cambiar el resultado. Estas acciones únicamente pusieron en evidencia las irregularidades, los errores y los problemas sistémicos que, a juicio de la Misión de Observación Electoral en Honduras de la Organización de Estados Americanos (OEA), no aportan certeza al proceso e instan a la celebración de nuevas elecciones. Con el respaldo dado por Washington a los resultados electorales, se reafirma el interés estadounidense de que Honduras rompa la correa de transmisión de los dos gobiernos nominales de izquierda de El Salvador y Nicaragua y de que se reivindique su importancia como enclave de sus fuerzas armadas en la región para seguir impulsando el plan para la prosperidad. El pueblo hondureño se enfrenta así a una lucha decisiva para que se respete su voluntad expresada en las urnas, lucha que necesariamente debe trascender las acciones del partido Libertad y Refundación (Libre) y a sus líderes para ser una lucha de toda la sociedad. Honduras ya no puede tener elecciones en un entorno caótico y requiere de un robustecimiento de sus mecanismos electorales para que las elecciones no sean manejadas desde el poder y en beneficio directo de quien lo ocupa, como también ha ocurrido en otros países de su entorno.
Como en el 2009, ha habido una amplia movilización ciudadana, la que ha sido brutalmente reprimida por las fuerzas de seguridad y ha dejado hasta la fecha al menos 30 muertos. A pesar de ello, el rechazo ciudadano se hizo sentir en las mismas fuerzas de seguridad cuando un amplio sector de la Policía hondureña declaró públicamente que ya no quería reprimir más al pueblo. La reacción del Gobierno ha sido cambiar la cúpula de las fuerzas policiales, iniciar procesos disciplinarios en contra de los agentes que apoyaron el comunicado contrario a seguir reprimiendo a la población y lanzar a la policía militar en contra de las protestas de la Alianza de Oposición en las principales ciudades del país. Amnistía Internacional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya se han pronunciado sobre el «uso ilegal y excesivo de la fuerza» para silenciar cualquier voz en contra.
Como bien lo han afirmado mis colegas historiadores Yesenia Martínez, Rodolfo Pastor, Darío Euraque y otros intelectuales hondureños, estas acciones manifiestamente fraudulentas le han restado a este régimen toda legitimidad y, peor aún, han destruido la pluralidad política inherente a todo Estado de derecho al terminar por secuestrar la república. Queda ser ciudadano y, a pesar de que la Constitución del país haya sido ultrajada, preservar uno de sus principios fundamentales, que establece que ninguna autoridad ilegítima y usurpadora debe seguir gobernando y que se debe respetar irrestrictamente la voluntad del pueblo hondureño.
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