Siempre es Carnaval

Mi capacidad de acierto para distinguir lo real se reduce estrepitosamente. Al momento de escribirte esta carta lo único que puedo reconocer como tal es la estridente música “Kompa” que el vecino me obliga a escuchar sin clemencia, cada vez que es poseído por ese espíritu jacarandoso que aun no logro exorcizar.

Esta celebración es una tradición heredada como bien dices, pues ¿quién podría festejar el preludio de un período de abstinencia que aquí ya se hizo costumbre? La algarabía y la juerga son gratos refugios de almas cansadas, ávidas por olvidar penas y duelos.

Tal es el gusto por la diversión que estos isleños transformaron a un cantante en presidente de la nación, en un tótem despojado de razón.

Pero, además de ser refugio, este culto al recreo es una poderosa salvaguarda contra el estrés. Para bien o para mal, no lo se, el tiempo aquí transcurre sin prisas. Dos sentencias básicas dominan el imaginario social. La primera es ¿por qué hacer hoy lo que puedes dejar para mañana o pasado mañana? Y la segunda, “Si se puede, bueno y si no… mejor, pero me pagas”. El trabajo también se finge, como en muchos otros sitios.

Durante los últimos días, sobre este gran escenario de magistrales pantomimas, se han erigido otros, los temporales, los hechos de madera y lámina para ensalzar el espectáculo y su politeísmo de valores

Dragones, demonios, espíritus vudú, cabras, animales de mar y los “tontons macoutes” desfilan alegres y abren paso a las coloridas carrozas portadoras de reinas y personajes, como los descocados políticos y los bonachones cooperantes quienes entre serpentinas y confeti agitan embriagados las fotografías de cientos de semblantes derruidos, instrumentos útiles y despiadados de esta insolente competencia de presentismos.

La mojiganga no admite ausentes y entre la banda musical aparecen agiotistas, disfrazados de evangelistas, comercializando parcelas de un paraíso cuya exclusividad, acceso y plusvalía se estima en proporción al diezmo. Un piadoso salvador de almas me convidó a comprar una membresía para integrarme a una de las iglesias más caché de Puerto Príncipe. Por un pago inicial de ciento veinte dólares y “módicas” cuotas trimestrales podía asistir al templo cuando yo quisiera e incluso, solicitar oración a deshoras. ¡Qué pícaro es el diablo!, pensé.

Fingir, reír, aparentar, jugar, simular, mentir, consumir, presumir, eso es el Carnaval. Tal vez, sea a este estado hacia donde los símbolos nos hacen confluir, amigo. Confluimos finalmente al espejismo y aquello a lo cual llamamos la búsqueda del ser, puede que no sea otra cosa más que nuestra lucha por distinguir la verdad de la ficción. El juego consiste en acertar.

Aunque en el amplio mundo de las posibilidades también habrá quienes no se afanen por buscar y decidan hacer de este jolgorio un placentero lugar para morar.

Un jovial abrazo,

Carmen