Me desperté muy temprano, ya que el vuelo era de conexión internacional. De manera inusual, mi mochila iba muy pesada y yo estaba temerosa de tener que pagar extra por el peso adicional. Tomé una ducha rápida. Luego hice una especie de Tetris de la vida real y decidí qué cosas iban en qué, cuáles se irían como equipaje de bodega y cuáles irían conmigo como equipaje de mano. Además, los organizadores del evento me habían entregado un maletín y libros. Mucha carga. Agradecida, pero preocupada por el peso. Coloqué los elementos más pesados en la parte inferior de la mochila, hice la ropa un rollito para que cupiera y cerré los cinchos. ¡Todo entró perfectamente! Bajé con la mochila en la espalda, la mochila de la computadora al frente, el maletín a un lado y otra bolsa en la otra mano. Nada ligera. Así, como pude, bajé al primer nivel y tomé un taxi frente al edificio.
Ya había pasado más del doble del tiempo esperado. Revisaba en el mapa, y no era que el taxista estuviera haciendo vueltas de más, sino que realmente había un tráfico de esos «a vuelta de rueda», como diría mi mamá. Ya preocupada, decidí mejor ir directo al aeropuerto: mejor que incurrir en gastos posteriores por pérdida del vuelo.
Llegué inesperadamente temprano al aeropuerto, me coloqué todo el maletaje otra vez y me despedí del taxista con el que por hora y media habíamos conversando amenamente. Caminé hasta la máquina para hacer el registro de ingreso al vuelo. La máquina decía: «Ingrese el número de reserva o pasaporte». Revisé la bolsita de la mochila delantera, donde usualmente coloco el celular. Adivinen qué: ¡no estaba! Supuse que me equivocaba y revisé el otro lugar usual. Nada. Ya un poco atolondrada, recordé que no lo había tomado del asiento. Como pude y con mi equipaje nada ligero, corrí hacia la puerta, donde el taxi me había dejado y ya no estaba. Estas eran mis últimas dos horas en aquella ciudad para continuar mi conexión. Finalmente, me topé con un joven llamado Daniel, quien me dijo que corriera al escritorio de información porque es allí donde tienen instrucciones de recibir los objetos encontrados. Tampoco estaba allí. Aunque el celular es un recurso importante para comunicarse, no era nomofobia (o ansiedad por dejar el celular y verme desconectada). Para mí, su valor más importante eran las fotos. Había encontrado mensajes, personas, diseños y detalles que había inmortalizado con las fotos.
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Había una larga cola para registrar el equipaje de bodega. Luego, caminé a lo largo de todo el aeropuerto. Regresé al punto de las máquinas de registro y le pregunté a un chavo de la aerolínea. «Sí, vino un taxista preguntando por una chica de Guatemala para devolverle su celular», respondió, pero él no le indicó que debía dejar el teléfono en información y tampoco le pidió su contacto. Nada pilas. Así, después de todo, el taxista sí lo había encontrado y sí había tenido la intención de devolvérmelo, pero seguramente nos cruzamos cuando corrí al escritorio de información. En eso de estar aplanando todo el aeropuerto, llamar desde el teléfono público a mi celular sin conseguir respuesta y haber consultado con todos los locales por un taxista buscando a una guatemalteca, volví a encontrarme con Daniel. Me sugirió ir a seguridad y pedir apoyo.
Por costumbre, luego de que mi tío me diera un gran sermón (y lo digo con agradecimiento) sobre los riesgos de utilizar taxi, siempre que hago uso de dicho servicio tomo una foto y busco enviarla a alguien de confianza por aquello de que no aparezca. También apunto las placas en un cuaderno que cargo en la mochila delantera. Esta vez decidí no hacerlo. Mala decisión. Y es justo lo que pasa: son esos pequeños momentos, milésimas de segundos, en los que nos entra la pereza y creemos que esa microacción no será importante. Sin embargo, deberíamos reconsiderar qué nos llevó a tener esa disciplina y, en ese momento de pereza, ser disciplinados. Para cuando me bajé del taxi, no tenía la placa, no sabía la empresa, no sabía el nombre del taxista, no sabía nada. Y personas como yo, que a veces nos ponemos en modo casi pierdo la cabeza, podemos dejar olvidado el celular en un asiento. Continúa aquí.
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