Ni qué decir de otras categorías como el salario del director técnico de la selección de futbol, el cual sobrepasa los 100 000 quetzales mensuales. Estipendio que resulta insultante para una población que se debate entre la pobreza y la extrema pobreza. Una mala sintomatología que pone en el tapete la falta de una verdadera justicia social en Guatemala.
Y no se trata de posturas ideológicas, sino del derecho de las personas, de los pueblos, de las sociedades de tener a su alcance los medios necesarios para una subsistencia digna y desarrollarse a plenitud.
Ah, pero ese bien común al que me refiero y que se define mejor en la constitución pastoral Gaudium et spes (alegría y esperanza), promulgada en 1965 (en el Concilio Vaticano II), no es visto con buenos ojos por aquellas personas que consideran la tradición social de la Iglesia como origen de todos los ismos de izquierda (comunismo, socialismo, marxismo, etcétera) y que han ennegrecido con sus forcejeos la esperanza de los pueblos latinoamericanos. Encima de ello, lo han hecho en nombre de la libertad y la democracia.
Ese sistema, esos poderes económicos que justifican el actual orden mundial tienen sus metástasis en nuestro país. Y son terriblemente contrastantes. Por un lado, teorizan acerca de la dignidad, la lucha contra la corrupción y los avances tecnológicos que según ellos favorecerán a las poblaciones más necesitadas. Por otro, los resultados de sus actividades, puestas sobre el tapete, nos muestran azafates de alimentación para pacientes de hospitales donde hay una escasa ración de frijoles, un poco de fideos mal cocidos y un vaso de agua. O una sopa de elaboración instantánea como tiempo de comida en un hospital departamental.
Y la reacción de la población —de suyo débil y casi desfallecida— no va más allá de colocar insultos en las redes sociales mientras los tentáculos del monstruo se reproducen y pervierten a políticos que están en funciones o en disponibilidad de asumir puestos claves dentro de los organismos de Estado. Allí los jugosos salarios, fuera de todo contexto y ajenos a nuestra realidad socioeconómica, acallarán conciencias y voces. Todo, en nombre de la libertad y la democracia.
Estamos en una era de imperio tecnológico. Quienes no se adentren en tales novedades parecieran condenados a cierto pelaje de analfabetismo. A la vez, basta ver el transporte público para percatarse de que, a falta de unidades vehiculares dignas de la persona humana, debiera haber cuando menos un mínimo de cortesía. Pero no. Dentro de esos contrastes sobresalen la inseguridad y el relegamiento de los ancianos a una categoría de tercera. Es la vorágine impuesta a nuestras sociedades.
¿Qué hacer entonces? Hay tanto por lograr. El asunto es por dónde empezar. Y creo —no de duda, sino de certeza— que la rebaja de los estipendios de nuestros funcionarios es prioritaria. No podemos como pueblo estar pagando sueldos y salarios de países de primer mundo cuando estamos al borde de un colapso que nos colocaría en condiciones de cuarto mundo.
Lo que se tragan ciertos sectores de nuestra sociedad es deshonroso e infamante. Y la tendencia, el insano deseo de pertenecer a esas fracciones, provoca que muchos funcionarios se enfanguen. La corrupción ha llegado a niveles insospechados. Todos, absolutamente todos los estamentos del Estado están cooptados por esa descomposición años ha. El decoro y la vergüenza han hecho mutis. Para muestra, la cantidad de diputados tránsfugas en las últimas dos semanas.
Obligatorio es quitar la tentación. Una de ellas, la enorme cantidad de dinero que se gana siendo presidente, vicepresidente, ministro de Estado, diputado o magistrado.
Tenemos que poner los pies en la tierra. ¿Cuánto cree usted que sería el salario justo para estas personas?
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