En general, desde el sentido común (pero también desde la medicina, desde la sexología o, peor aún, desde la psiquiatría, que se asume como quien fiscaliza lo normal y lo patológico en el campo de la conducta humana), la sexualidad es asociada a aquel mundo tenebroso de los bajos instintos. ¿Por qué bajos? ¿Porque, siguiendo a Platón en su clasificación de los tres tipos de alma, esto se localiza por debajo del diafragma (alma concupiscente)? ¿O porque aun hoy, en el siglo XXI, seguimos repitiendo la metáfora de lo alto como sinónimo de mejor y lo bajo emparentado con peor, degradado, repudiable?
Ahora bien, ¿quién dice que lo sexual es todo eso: malo, degradado, repudiable? Se podría agregar también sucio, feo, cochino… Y la lista puede seguir. Por lo pronto, aquello que patentiza la sexualidad, los órganos genitales externos, en toda cultura y en todo momento histórico queda siempre guardado, tapado. No es por el frío ni por la higiene que resguardamos estas partes íntimas. Allí se juega otra cosa, algo humano, enteramente social. Ningún animal oculta sus genitales. El ser humano sí. ¿Por qué?
La cría humana, para humanizarse y llegar a ser un adulto más de la serie, bien integrado (lo que llamamos normal) debe pasar por un largo y complejo proceso. Este, nunca falto de tropiezos y que no tiene asegurado el final feliz, puede tomar diferentes vericuetos. ¡Eso es la socialización! Por cierto, no es un camino fijado naturalmente por el instinto. Como dice el psicoanálisis: «El instinto está pervertido [transformado, tocado, desviado] por lo social».
En general, la gran mayoría de los seres humanos, independientemente del medio cultural donde nos desenvolvemos, cumplimos con ese proceso y, con las dificultades del caso debidamente superadas, terminamos integrados a nuestro entorno. Eso, en definitiva, es ser un buen normal. Es decir, en términos estructurales, lo que predomina en cualquier cultura son los sujetos funcionales a esta, los que pudieron captarla y procesarla, viven en ella y pueden reproducirla. Reproducirla en su esfera ideológico-cultural-simbólica (campo no material) y reproducirla también en lo material: dejando descendencia. La sexualidad, en tal sentido, se toca con la reproducción de la especie. ¡Pero no se agota en ella!
El mundo animal se rige por instintos, por mecanismos de respuesta que se desencadenan sin fallas ante los estímulos adecuados. A la aparición de la hembra en período de celo, el macho reacciona y el apareamiento trae un nuevo ser de la especie. Esto no es exactamente así entre los humanos. No siempre se aparean machos y hembras, siendo la homosexualidad una opción absolutamente humana. Los contactos sexuales no siempre están al servicio de la procreación. Por el contrario, esa es una posibilidad entre tantas, y no la típicamente usual. La genitalidad es una posibilidad, no la única. En el campo de la sexualidad entran una enorme cantidad de acciones que no guardan relación con lo que hacen los animales (masturbación, fantasías, etcétera). No hay instinto que fije normalmente este ámbito. Los vibromasajeadores, las muñecas inflables y una gran colección de juguetes sexuales no se corresponden con fuerzas animales que buscan el apareamiento. ¿Cómo explicar, desde los bajos instintos, actitudes como el voto de castidad o la decisión de no procrear hijos? ¿En nombre de qué pauta biológica está prohibido el incesto?
En la sexualidad humana no hay instinto puro. Hay deseo, no un objeto esperando que el instinto lo busque automáticamente. Cualquier cosa puede ser objeto sexual: un varón, una mujer, un zapato, un animal, una prenda íntima. El deseo es eso: una búsqueda interminable de no se sabe qué. No hay nada que lo colme enteramente. Por eso la vida humana es esa búsqueda incansable que impulsa a descubrir (buscar, anhelar, procurar) otra cosa. Si un objeto dado nos satisficiera enteramente, ¿por qué desear lo que está prohibido, lo que no habría que desear? Eso justamente intenta reglar el noveno mandamiento (sin lograrlo, por supuesto).
La identidad sexual (ser una dama o un caballero) se construye. Ese proceso no es fácil ni tiene asegurado su resultado final. Es una identidad simbólica. Llegar a ser como mamá o como papá implica entrar en el mundo de la cultura, y lo sexual sufre esa entrada. Tomar determinados modelos es lo que nos dice qué se puede y qué no. Esa es la clave fundamental de la humanización: siempre hay algo prohibido, razón de ser de la ley. Lo humano implica ley, la sexualidad también. ¿Por qué nos tapamos las vergonzantes impudicias? ¿Por qué el incesto?
La sexualidad evidencia nuestra finitud: somos una cosa u otra, pero no todo (como mamá y papá indistinta y simultáneamente). Tener una identidad sexual confronta con los límites, igual que la muerte. De ahí ese malestar que rodea la sexualidad. Por eso también esa visión reactiva en que se la ve como incontenible, frenética, animal.
Para profundizar en estos temas se invita al taller Sexualidad, Mitos y Prejuicios. Más información en el volante adjunto.
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