Pero al margen de esta situación factible únicamente en países que permiten la reelección presidencial, en términos generales, nada, ni el mejor posgrado en administración pública ni la misma experiencia en el sector público, prepara de forma adecuada a una persona para ocupar el manejo del Ejecutivo. Por ello es que, cuando se tienen presidentes sin formación académica ad hoc o sin experiencia previa en áreas vitales del sector público, se generan los temores respecto a las reiteradas crisis de gobernabilidad.
Una cosa es aspirar a la presidencia y otra muy diferente darse cuenta de que se ha ganado la elección y entonces hacer la pregunta: «¿Estoy listo? ¿Tengo el equipo humano?». De acuerdo con el libro Fuego y furia, esta fue la situación vivida en las entrañas de la Casa Blanca por el equipo de campaña del actual presidente estadounidense: no esperaban ganar, ganaron y la gran pregunta surgió. Esto explica perfectamente el desatino en la administración del Estado, la improvisación en política exterior y la altísima rotación en posiciones claves del Gobierno. Vicente Fox, quien tenía una limitada experiencia como senador federal, pensó que podría palear este problema construyendo un supergabinete utilizando criterios de reclutamiento propios del sector privado para atraer talentos. La realidad superó la ficción, y tanto él como su gabinete tuvieron un desgaste muy temprano. Barack Obama, ese joven senador, terminó siendo un estadista. La combinación entre la experiencia política y su pasado como profesor de derecho constitucional le permitió ocupar con dignidad y honra la magistratura más importante de su país. Ronald Reagan tenía la experiencia de haber sido gobernador de California y se rodeó de lo mejor que la academia estadounidense había producido en su época.
¿Qué lección se puede extraer?
En el éxito de una administración presidencial convergen muchos factores.
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Entre esos factores hay algunos que son determinantes, por no decir intervinientes. Aquí un punto medular: cuando se carece de experiencia atingente o de formación académica, la visión coloquial que el presidente tenga sobre la realidad sociopolítica se va a transformar en eje de acción, por no decir en doctrina presidencial. Esto es gravísimo. Incluso la selección de asesores presidenciales irá condicionada por la pertenencia al gueto mental. Si hay experiencia y formación académica, se tiene la capacidad para entender que no es necesario improvisar, que los ejes están trazados en la mayoría de las agendas determinantes y que la meritocracia termina por resolver la selección de perfiles.
Existen algunas salidas de manual que pueden ayudar a una futura administración cuya cabeza carece de experiencia administrativa. Es fundamental el nombramiento ministerial estrella en al menos una cartera, si no en varias. Y si se carece de perfiles idóneos, al menos hay que conformar equipos de asesores profesionales que puedan orientar a los ministros. La tragedia no solo guatemalteca, sino en buena medida latinoamericana, es cuando el compadrazgo y el amiguismo nutren las filas de los ministerios pasando por encima de la formación académica y de la meritocracia. Posteriormente los nombramientos pueden ser políticos para asegurar la continuidad de un plan o impulsar una agenda, pero al inicio las mejores cartas son meritocracia y formación. Por lo tanto, evitar el pago de favores de campaña nombrando amigos en ministerios importantes es siempre muy buen síntoma.
No se nos olvide: al igual que en cualquier oficio, la curva de aprendizaje tiene un efecto sobre la gestión actual. Pero, en el caso de una presidencia o de un ministerio clave, esta curva de aprendizaje no puede extenderse a todo un mandato. Y tiene un costo humano. La administración pública, para quien no la conoce y la ejerce, es un idioma foráneo. Y no se pretende depender de los traductores permanentemente.
Va siendo momento de darles espacio de nuevo a la academia y a la meritocracia del servicio público.
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