La perinola plástica tiene seis lados, y se obedece lo que diga el lado que queda hacia arriba luego de hacerla girar: «tome uno», «tome dos», «ponga uno», «ponga dos» o «todos ponen». La sexta cara era la que todos deseábamos: «tome todo».
Poco a poco, en el suelo se iba juntando un creciente montón de carteritas hasta que alguien sacaba «tome todo». Quien se hubiera quedado sin carteritas abandonaba el juego. Los montoncitos podían cambiar de propiedad durante el juego, aunque normalmente quien tirara el «tome todo» buscaba la manera de retirarse. Y allí empezaban los problemas, pues a nadie le gustaba que lo blanquearan así nomás.
Y estaba el recurso del gavilán. Si alguien gritaba esa palabra clave, había que tirarse encima de las carteritas propias y tratar de apropiarse del botín en el centro. Era una manera tramposa de finalizar el juego y de apropiarse de lo ajeno, pero bajo un código de honor no escrito solamente quedaba aceptar las pérdidas. También podía terminar todo en una pelea a trompadas porque quienes gritaban «gavilán» eran casi siempre los mismos y a veces ni eran parte del juego.
Y parece que la sociedad ha aprendido a vivir un eterno juego de perinola.
El tema es ganar. Ganar rápido y con suerte, ganar con paciencia (ganando y perdiendo en el camino), perder y prepararse para volver al juego y ganar. Ganar con perinolas cargadas y, si todo falla, ganar a lo gavilán.
Ser ganador, ser number one, está en el ADN de la sociedad moderna. Lo contrario es ser un loser, un perdedor, un fracasado. Nadie siquiera recuerda a los segundos lugares, dicen.
Y así, entrenados con juegos infantiles, bombardeados con mensajes comerciales (¿recuerdan «solo para ganadores»?), adoctrinados por películas, telenovelas y demás recursos del sistema, todos entramos en el juego de ser número uno.
Vea lo que sucede en la escuela. Los padres presionan a sus hijos e hijas para que sean número uno en la clase. Es una lucha titánica. Los padres piensan que están haciendo su trabajo, y los niños y las niñas piensan que de eso depende que los quieran. Recuerdo el caso de una adolescente que se colgó de una viga porque no había llevado las calificaciones que sus padres le exigían.
La niñez aprende de esa manera una versión tergiversada del éxito. Otros se perfeccionan en ser gavilanes y hasta le llaman arte. Con este comportamiento aprendido pasamos la adolescencia y llegamos a la adultez. Nuestro propio ego se posesiona de la mente y el espíritu de nuestra descendencia para que sea como nosotros o para que no lo sea. Da lo mismo.
Me causa mucho disgusto ver en redes sociales los videos de niños prodigiosos. Tocan piano, guitarra, violín, y hacen demostraciones sublimes de talento también en lo físico. Pienso en la cantidad de horas de juego y de vital afecto que se pierden a fin de satisfacer los egos o cumplir con las órdenes de sus padres. No serán niños felices, sino víctimas de chantaje emocional.
La educación se hace eco de esto y también exige ganadores imponiendo largas jornadas de estudio.
Así llegamos a la universidad, al trabajo, a los negocios, a nuestra pareja.
Los resultados de ese modelo están sobradamente a la vista. Perdemos el valor de jugar, de compartir, de prestarle carteritas a quien perdió sus últimas dos. Pensamos que ganar es todo y que ganar más que los demás es el evangelio verdadero y una probadita del paraíso.
Me gusta más para mi familia, para mis amigos y para mis quién sabe si amigos que nos esforcemos en entregar nuestro mejor esfuerzo en todos los ámbitos de la vida sin ver hacia el marcador en qué número llegamos. Ese trabajo de todos los días nos haría valiosos, merecedores de confianza, merecedores de recompensas y merecedores de nuevas oportunidades. También marcará nuestros límites.
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