Ser feliz en Guatemala

Ningún espíritu medianamente sensible es capaz de soportar la avalancha de lo que pasa a diario sin conmoverse. ¿Cómo se explica, pues, que algunos no solo vivamos sino además, eventualmente seamos felices?

Compleja situación, pero posible.

En mi caso, cada cierto tiempo me enfermo del país, y la cura empieza con el autoexilio. Dejo de leer periódicos, de ver telenoticieros, de escuchar lo que pasó a mis vecinos. Y esto no es por una actitud de indiferencia, sino por estricta receta médica: si no lo hago, pronto tendré un infarto o un derrame provocado por la tensión y el estrés. Soy un poco sensible, es cierto.

Así que en aras de la salud mental y física, pues además tiendo a ser sicosomática, me alejo de todo. Como paliativo me adentro en ese mundo de la motivación individual que tan bien se vende en otros lugares que no son como Guatemala, y que aplicados a nuestro entorno, soy sincera, apenas funcionan, pero que consuelan en momentos críticos de extrema necesidad.

De esa perpetua sensación de impotencia, de ese extraño sentimiento de dolor, de ese constante sentir pánico, me paso a lo único sobre lo que, en medio de mis enormes limitaciones, imagino tal vez ilusamente, me produce algo de dominio: es decir, me concentro en mí.

Y concentrarme en mí, en lo que hago, en lo que pienso y siento, a veces es capaz de lograr que experimente no sólo placer sino algunos atisbos de felicidad. Por ejemplo, cuando luego de mucho esfuerzo, dedicación y trabajo, logro escribir una frase que me deja satisfecha; cuando me levanto temprano y llevo a cabo la rutina diaria que me impuse; cuando termino de leer algún libro que valió la pena; cuando me reúno con mis amigos y comparto con ellos y, sobre todo, cuando estoy con mi familia y disfrutamos del simple hecho de estar juntos.

Encuentro en esos momentos de placer esa fuente de satisfacción, de cierta alegría y motivación que me sirven para seguir adelante. Con el tiempo, poco a poco, de nuevo, empiezo a sentir otra vez esa realidad que se vive en Guatemala.  Recomienzan también las preguntas sobre qué puedo o podría hacer para contribuir con algo positivo, cómo hacer para ser más fuerte y soportar durante más tiempo. Y luego, zas, me vuelvo a enfermar del país y en una especie de círculo vicioso imprescindible, tengo que alejarme, volver a pensar en mí, a buscar la alegría en esa especie de mínimo egoísmo necesario vital para la sobrevivencia.

Como sé que en otras partes las cosas son distintas, no dejo de preguntarme: ¿Disminuirán algún día los problemas en Guatemala? ¿Podremos ser testigos del momento en que tanto la felicidad individual como la colectiva sean una? 

Ojalá que sí. Al menos me gustaría creerlo. Finalmente, sin esta clase de esperanza no es posible continuar y hacer lo que a cada uno nos toca.