A veces se siente un aire pesado de derrotismo que pareciera cuestionar el porqué de la lucha si de todas formas nada va a cambiar. Justamente eso es lo que quieren hacernos pensar. Yo no creo que seamos pocos ni que todo esté perdido. Es solo que estamos dispersos y otras veces miopes.
Hace unos días se llevó a cabo el Primer Congreso Internacional de Comunalidad «Luchas y Estrategias Comunitarias: Horizontes Más Allá del Capital» en Puebla, México, como un respiro en medio de este mundo que nos prohíbe pensar otros mundos posibles y con una convocatoria impresionante. El nombre puede sonar rimbombante, pero en realidad es lo que miles de personas hacen cotidianamente al resistir desde muchos lugares y con diversas causas, pero con la común firmeza de defender la vida y la dignidad —no solo las propias, sino también las de los otros y las otras—, para lo cual se comparten saberes, conocimientos y haceres.
La palabra comunalidad nació en los años 1980 en Oaxaca, México, como expresión de las maneras de ser y luchar de los pueblos. Con el tiempo, otras realidades se encontraron y se vieron también reflejadas en este que es más que un concepto. Ha brindado un marco para debates académicos y políticos, para reflexionar sobre «los bienes comunes, la comunalidad, la producción cotidiana de lo común, lo comunitario-popular y las luchas por lo común» (programa I del congreso).
Según la Academia de Comunalidad de Oaxaca, la comunalidad ha sido adoptada como un símbolo común, es fuente de inspiración y engloba diversas luchas que se contraponen abiertamente contra el individualismo. Por un lado están las resistencias que se remontan a cientos de años atrás, como las de los pueblos indígenas, y por otro, los esfuerzos más contemporáneos de quienes han decidido unirse con otras y otros para luchar por lo común y lo comunitario. Son, pues, «relaciones sociales tejidas en prácticas comunes que pugnan por la vida y la cuidan frente al impulso de muerte dominante» (Academia de Comunalidad de Oaxaca).
Esa defensa de la vida y de la dignidad, tanto las propias como las de otras y otros, se hace cada vez más necesaria y trascendental. Es importante, por ende, reconocer las luchas cotidianas que emergen contra el despojo no solo material, sino también simbólico, y nutrirnos de las «alternativas políticas que brotan desde abajo, frente al complejo panorama de conflictividad social producido por las cada vez más agresivas formas de explotación y de despojo que el capital busca imponer» (programa I del congreso).
Es impresionante escuchar la similitud de las luchas en el centro de América, así como en el sur y en el norte. Muchas veces, sin saberlo, estamos haciendo historia junto con otras y otros que están no solo pensando con la cabeza, sino también sintiendo con el propio cuerpo y con el corazón los mismos dolores y las mismas esperanzas. La lucha es por la defensa de lo común, del agua, del territorio, de la vida misma.
Karen Ponciano decía en su columna Ser académica o no ser: el presente como fuente y horizonte crítico que la investigación social en realidades tan difíciles de sobrellevar —como la nuestra— no solo requiere de rigor técnico, sino que también implica poner el cuerpo y sobre todo el corazón. Y es ese pensar y sentir (sentipensar) el que debe conducir al compromiso político. Las teorías y los conceptos no son más que letras vacías de realidad y llenas de egos academicistas si no sirven para tratar de entender esta jodida realidad, unir esfuerzos para transformarla y fortalecer las luchas por lo común y por el cuidado de la vida.
Lo común aparece hoy como estrategia de vida frente al despojo capitalista. En lo común está la esperanza —claro está, sin idealizarlo y tomando en cuenta las propias contradicciones y tensiones que hay que enfrentar y plantearse—.
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