El sensus divinitatis—o el "sentido de la divinidad"—es un término acuñado por el famoso teólogo francés Juan Calvino para describir lo que él y muchos otros han considerado como una especie de “sexto sentido” innato al ser humano: el conocimiento de dios. Para Calvino, el ateísmo viene a ser algo “antinatural” en el ser humano; tan así, que un ateo no es realmente un ateo, sólo es una persona muy confundida que en el fondo sabe que dios existe pero por alguna razón lo niega.
En la actualidad, quizás el más notable promotor de esta idea es el filósofo cristiano Alvin Plantinga. Para Plantinga, la creencia en dios no necesita de evidencia empírica alguna o de argumentos racionales, pues dios mismo dotó a todos los seres humanos con una “estructura cognitiva similar al sensus divinitatis de Juan Calvino.” Si esto es cierto, ¿entonces por qué hay tanta gente que sí necesita evidencia? ¿Por qué hay tanta gente que no cree? Para Plantinga la respuesta es muy sencilla: en los ateos y agnósticos, el sensus divinitatis no funciona, porque ha sido “corrompido por el pecado.”
Pero si Plantiga y Calvino tienen razón, ¿cómo pueden estar seguros de que su propio sensus divinitatis está funcionando adecuadamente? Después de todo, Calvino era protestante y Plantinga es católico; dos teologías parecidas pero a la vez muy diferentes y contradictorias entre sí. Por lo menos uno de ellos (¿o quizás ambos?) está equivocado. Esto, pues, porque una consecuencia lógica del concepto de un “sentido de la divinidad” es que aparentemente los ateos y los agnósticos no son los únicos que deambulan por el mundo con un mecanismo que no funciona adecuadamente. Hindúes, mormones, testigos de Jehová, musulmanes, judíos, cienciólogos—la lista es grande—han percibido diferentes realidades (claramente equivocadas a los ojos de Plantinga y Calvino) con sus respectivos sensi divinitati.
Como expuse en mis dos artículos anteriores, las sociedades escandinavas—sobre todo Suecia y Dinamarca—son sociedades caracterizadas por su irreligiosidad y un marcado desinterés por los asuntos divinos, y a la vez cuentan con niveles muy altos de desarrollo humano. Si tomamos en serio a Plantinga, en estos países hay muchísimos hombres y mujeres con un sensus divinitatis inservible, y que también son personas productivas, interesadas en el bienestar de sus comunidades y bastante morales. Es decir, su irreligiosidad no tiene nada que ver con el “pecado." Todo lo contrario.
Por otro lado, ¿qué hay de los autores de los textos bíblicos, todos ellos humanos con—presumiblemente—un sensus divinitatis funcionando adecuadamente? No hay manera de conciliar la idea del “sentido de la divinidad” con un cuerpo de textos inconsistentes y contradictorios entre sí, y en algunos casos con moralidad bastante cuestionable. Es difícil creer en la inspiración divina de Saulo de Tarso cuando escribió sobre la clara inferioridad de la mujer en 1a de Timoteo 2:11-15, por ejemplo.
Aún con todos sus problemas y sinsentidos la idea del sensus divinitatis, de la mano de Billy Graham y Don Richardson, ha gozado de un puesto central en la teología y la metodología de los misioneros cristianos modernos. Trabajando para evangelizar a los Sawi, una tribu de Nueva Guinea, Richardson formuló la tesis de las “analogías redentoras”: en todas las culturas del mundo hay algún relato, mito, tradición o ritual divinamente implantado que puede usarse para ilustrar y aplicar el mensaje del Evangelio.
Según cuenta Richardson, sus intentos para evangelizar a los Sawi fueron inútiles durante mucho tiempo debido a las enormes diferencias culturales y de lenguaje. Entre otras cosas, cuando los Sawi escuchaban las historias de los evangelios, Judas, no Jesús, era el héroe. El absimo entre la cosmovisión Sawi y la judeocristiana parecía insalvable; hasta que Richardson descubrió un concepto en su cultura que le permitió llevar su mensaje: el “niño pacificador.”
Algunos antropólogos cuentan historias contradictorias con el relato de Richardson, pero para efectos de este texto, eso es irrelevante. Según el misionero, los Sawi estaban constantemente en guerra con otras tribus vecinas. La forma en la que resolvían estos conflictos y llamaban a la paz era entregándole un bebé a una persona de la otra tribu—este era el “niño pacificador.” Richardson vio en esta costumbre, por fin, el puente para unir a los Sawi con el Evangelio: Jesús era el niño pacificador de la humanidad. Miles se convirtieron y pronto construyeron su propia iglesia.
Si leemos a Calvino y a Plantinga de una forma menos radical, historias como la de Don Richardson podrían proporcionarnos alguna evidencia de que por lo menos este tipo de sensus divinitatis existe. Pero aquí también hay dificultades: hay culturas en las que no existen “analogías redentoras”, entre otras cosas más graves.
A finales de la década de 1970, Dan Everett, un misionero cristiano graduado del Moody Bible Institute de Chicago, viajó a Brasil para evangelizar a los Pirahã, una tribu de unas 360 personas que vive en los alrededores del río Maici en la selva amazónica. Según cuenta Everett en su libro Don’t Sleep, There Are Snakes: Life and Language in the Amazonian Jungle (Vintage, 2009), el trabajo de evangelizar a los Pirahã no fue nada sencillo.
Para comenzar, en el lenguaje de los Pirahã no existe una palabra para “dios”, así que Everett y todos los misioneros que llegaron antes que él, utilizaban el término Baíxi Hioóxio (Padre en las alturas) para comunicar su mensaje. Tampoco tienen un mito creacionista, como muchas otras culturas. Para los Pirahã, el mundo siempre existió tal y como es ahora. La simple pregunta de quién creó los árboles y los animales de la selva les resulta risible. Según cuenta Everett, cuando trataba de explicarles que el “padre en las alturas” había creado el mundo y todo lo que hay en él, los Pirahã le daban a entender que estaba hablando estupideces. Era obvio que este no era el camino, así que Everett intentó con un método muy común y para algunos muy poderoso: el testimonio personal.
Una noche, Everett les contó cómo el “padre en las alturas” había impactado su vida. Cuando Everett era joven, su madrastra se suicidó. Esto lo llevó a conocer a Jesús, a dejar las drogas, el alcohol y a tener una vida mejor. Para su sorpresa, cuando concluyó su testimonio, los Pirahã se soltaron en carcajadas. Everett, acostumbrado a escuchar gritos de “¡Aleluya!” y “¡Gloria a Dios!” al final de su historia, se perturbó mucho. “¿Por qué se ríen?”, preguntó. “¿Se mató a ella misma? Ha ha ha. ¡Qué estúpida! Los Pirahã no hacemos eso.” En lugar de crear un vínculo personal entre los Pirahã y Everett, de brindar una razón para creer en su dios, su testimonio tuvo el efecto contrario; únicamente sirvió para resaltar sus diferencias.
Cuando Everett les contó la historia de Jesús (cosa que ya habían escuchado de otros misioneros), los Pirahã tenían algunas preguntas:
— “Cuéntanos, Dan, ¿cómo es Jesús, es blanco como tú o es moreno como nosotros?”
— “No sé, nunca lo he visto.”
— “Bueno, ¿qué te dijo tu papá? Tu papá debe de haberlo visto.”
— “No…él nunca lo vió.”
— “¿Y qué te dijeron tus amigos? Seguro que ellos sí lo vieron”
— “No, no conozco a nadie que lo haya visto.”
— “¿Entonces por qué nos vienes a hablar de él?”
Y es que resulta que para los Pirahã, la evidencia es central a su cosmovisión y a su lenguaje. Únicamente creen en las cosas que pueden ver y son muy escépticos de las historias de los demás. La lengua Pirahã cuenta con una especie de sufijos al final de las oraciones, que indica la forma en la que se obtuvo la evidencia para apoyar lo que se está diciendo. Podría decirse que son más humeanos que el propio Hume.
Agregado a todo esto, en su convivencia con los Pirahã, Everett pudo observar que son personas que viven muy felices con su situación y en completa armonía con la naturaleza. La muerte no es algo que les preocupe demasiado, mucho menos lo que pueda suceder después de ella. Viven en el presente, sin preocuparse mucho por el pasado y por el futuro. Sus verbos únicamente tienen conjugación en tiempo presente y ni siquiera tienen números.
Con el paso del tiempo, Everett fue percatándose cada vez más del dilema en el que se encontraba: trataba de persuadir a un grupo de personas felices y satisfechas de que realmente estaban perdidas y que necesitaban a Jesús como su salvador. ¡Vaya absurdidad! Y así fue como comenzó a parecerle todo a Everett, no sólo su situación como misionero sino el contenido de su mensaje. En palabras de Everett:
“Todas las doctrinas y la fe que eran importantes para mí eran completamente irrelevantes en esta cultura. Eran supersticiones para los Pirahã. Y comenzaron a parecerme cada vez más como supersticiones a mí también…Comencé a cuestionarme seriamente la naturaleza de la fe, el acto de creer en cosas sin evidencia. Textos religiosos como la Biblia y el Corán glorifican este tipo de fe en lo abstracto y lo contrario a la intuición—la vida después de la muerte, nacimientos virginales, ángeles, milagros y cosas de ese tipo. Los valores de los Pirahã sobre la “experiencia inmediata” y su petición de evidencias hicieron que todo esto se viera bastante dudoso…No había concepto de pecado entre los Pirahã, ninguna necesidad de “arreglar” a la humanidad o incluso a ellos mismos. Había una amplia aceptación por las cosas como son. No hay temor a la muerte. Su fe está depositada en ellos mismos. Esta no era la primera vez que me cuestionaba mi fe. Intelectuales brasileños, mi propio pasado hippie, y muchas lecturas ya habían comenzado a hacerme dudar. Pero los Pirahã fueron la gota que derramó el vaso…Así que, hacia el final de la década de 1980, me admití a mí mismo que ya no creía en ningún artículo de fe o en cualquier cosa sobrenatural. Era un ateo de clóset.” (p.270-271)
Una historia muy poderosa, sin duda, y muy diferente a las que estamos acostumbrados a escuchar de parte de misioneros. Everett fue a enseñarle "la verdad" a una tribu de "salvajes" y el que terminó aprendiendo "la verdad" fue él.
La cultura Pirahã, al igual que las sociedades escandinavas, son un claro ejemplo de que la religión no es algo universal y que es muy posible vivir en paz con uno mismo y con nuestros vecinos en ausencia de creencias sobrenaturales.
Por más que personas como Plantinga digan que somos “defectuosos.”
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