Hablar de los inicios de Pink Floyd es hablar de Syd Barrett, primer vocalista y líder de la banda. Hace algo más de un año, una noche de insomnio me empujó a escribir una maquila sobre este particular antihéroe. Las múltiples biografías de Barrett retratan a un genio al cual el LSD y la esquizofrenia dejaron suspendido en el tiempo.
The Piper at the Gates of Dawn fue el inicio de una de las bandas más sofisticadas y exitosas de la historia. El segundo sencillo de este disco, See Emily Play, fue uno de los primeros éxitos de un Pink Floyd que por entonces era la atracción principal de un bar en Londres llamado UFO.
La canción es una muestra del frágil equilibrio de los elementos que habitaban el alma de Syd Barrett, que se expresan en una combinación de acordes que inicialmente rememoran un sonido de una canción infantil, con una lírica exquisita que evoca a Emily Young, the psychedelic schoolgirl, la aristocrática musa quinceañera que Barrett conoció en el UFO. Fiel a su estilo, Barrett describe en sus versos a una mujer que desemboca en la figura de una soledad casi romántica e inevitable:
Emily tries but misunderstands.
She’s often inclined to borrow somebody’s dreams till tomorrow…
Barrett fue el responsable de la creación de los años iniciales de Pink Floyd en ritmos que, de acuerdo con The Rolling Stone Encyclopedia of Rock & Roll, jugaron con ritmos como hard rock, blues, country, folk y la música electrónica. Sin embargo, el deterioro de su condición mental llegó a un nivel insostenible en 1968.
Abandonado por una banda en franco ascenso que encontraba en él un obstáculo, Barrett se esfumó durante el concierto inicial de lo que debía ser una carrera en solitario para reaparecer en 1975 en los estudios de Abbey Road durante la grabación de Shine On You Crazy Diamond, el homenaje de Pink Floyd a su primer líder. El hombre, gordo, con la cabeza y las cejas afeitadas, no fue fácilmente reconocido por sus excompañeros. «¿Dónde está mi guitarra?», preguntó. David Gilmour habría respondido: «Ya acabamos con la guitarras, Syd».
Barrett vivió recluido en la casa de su madre en Cambridge prácticamente hasta el final de sus días. Entrevistado poco antes de su muerte en 2006, no pudo recordar a los Pink Floyd. Y seguramente tampoco recordó a la Emily que inspiró la historia. Sin embargo, su legado se entiende y expresa en el relato furioso y solitario de la lírica desgarradora de Dark Globe.
Al Pink Floyd posterior a Barrett, el de David Gilmour y Roger Waters, lo caracteriza una sofisticación escénica en términos casi absolutos, con álbumes como The Dark Side of the Moon o Wish You Were Here y jornadas que superan la épica, como la grabación de Echoes en las ruinas de Pompeya y The Wall, que incluye Comfortably Numb como ese retrato despiadado del final de la niñez: «The child is grown. / The dream is gone…».
Los conflictos legales entre Waters y el resto de la banda caracterizaron una historia turbulenta entre 1986 y 2005, durante la cual Pink Floyd sin Roger Waters produjo los álbumes A Momentary Lapse of Reason (1987), Delicate Sound of Thunder (1988) y The Division Bell (1994). En 2005, la banda se reunió para un último concierto.
En 2014 fue lanzado de The Endless River, descrito por David Gilmour como un canto de cisne en homenaje a Richard Wright, que falleció en 2008. El álbum contiene una sola canción con letra: Louder Than Words.
Nada ha conseguido superar todavía a los Pink Floyd. En mi cabeza hay demasiados momentos gratos con sus canciones, de los cuales me quedo con la mañana de un sábado conduciendo por las calles del centro de San José de Costa Rica, buscando el Teatro Nacional y escuchando la versión de Learning to Fly incluida en Delicate Sound of Thunder:
Above the planet, on a wing and a prayer,
my grubby halo, a vapour trail in the empty air.
Across the clouds I see my shadow fly
out of the corner of my watering eye…
«Oh, a little bit of soft rock?», dice alguien en el asiento de al lado, justo cuando el semáforo nos detiene en una esquina, mientras extiende un mapa plegable que amenaza con ocupar todo el parabrisas del auto.
Quedo estupefacto. Casi al instante, un instinto primario quiere sacar un sonido gutural de mi garganta, pero se ahoga. Tal vez es el reconocimiento de que, en efecto, las alineaciones astrales de Set the Controls for the Heart of the Sun no existen solo en el mundo de Syd Barrett y de que en este caso conspiran favorablemente en mi contra, doce años y dos hijas después. «Es Pink Floyd», respondo, respiro y amo.
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