Mientras en el imaginario de la sociedad la violencia homicida se incrementa, Carlos Mendoza (estudioso y analista de muchos temas, pero en este caso citado por su seguimiento a las estadísticas de muertes violentas en Guatemala), nos ha hecho ver que durante los últimos 37 meses más bien ha habido una tendencia consistente hacia la baja.
Pero más allá de la fantasmal amenaza de que “la cosa está cada vez peor” –mensaje insistentemente promovido por los principales medios de comunicación y (vaya casualidad) tan bien aprovechado por los candidatos que llegaron a la segunda vuelta–, es cierto que somos un país con muy altos índices de muertes por violencia. No solo cargamos con una historia reciente manchada de sangre y luto aún sentido, sino también vivimos un presente de llanto y desconsuelo por las víctimas diarias.
Pero, paradójicamente a lo que según yo es el camino para construir vida y no muerte, en nuestra conciencia –aparentemente cansada de ese flagelo–, encuentra aún cabida la pena de muerte, la limpieza social, la portación de armas y “el ojo por ojo, diente por diente”. No es lo mismo justicia que venganza. La primera, abona a la paz. La segunda, abona a la muerte, al conflicto, a más violencia. Y la “justicia a mano propia”, así como la pena de muerte son expresiones de venganza, no de justicia.
Cristianos nos decimos los guatemaltecos. Se nos conoce por las tradiciones acuñadas en esa categoría, por las visitas del Papa más famoso y viajero, y ahora por el internacional pastor que va por América montando un show digno de gran magnate del espectáculo y sanando a los enfermos en el nombre de Jesús. Católicos o pentecostales, las subcategorías abundan y los subgrupos para pertenecer también: los Petit Club para familias VIP, los grupos de oración del barrio, otros para jóvenes alegres, para pequeños y medianos empresarios, para señoras inmaculadas, etcétera. La gran mayoría se dice seguidora de ese personaje mítico y enigmático, del Hijo de Dios en la tierra.
Y en este país de histórica, profunda y renovada autoidentificación cristiana, se tiene sed de muerte y de venganza. A mí me parece que hay otro imaginario acá.
No estoy segura de recordar los diez mandamientos, pero sí me acuerdo de uno de los más importantes: No matarás. Recuerdo también aquella canción que tantas veces escuché en mi infancia –entre la somnolencia que me causaba una hora de misa cada domingo a esa temprana edad–, y que ahora en la memoria me suena más clara y pura: “Un mandamiento nuevo nos da el Señor, que nos amemos todos como nos ama Dios. La verdad de los cristianos es amarnos como hermanos”. Quisiera pensar que el mensaje de Jesús era más sencillo que complejo, y que el epicentro de ese mensaje se basaba en el amor.
No logro imaginarlo indiferente al odio y la venganza, sobre todo por parte de aquellos que se proclaman discípulos suyos. Más bien diría que eso le causaría pena y tristeza.
“¡Pena de muerte para el maldito que asesinó a Facundo!” leí en el Facebook. Supongo que si desde ahí donde estaba en los días siguientes a su muerte, logró tener acceso a las redes sociales, esa exclamación le habrá inspirado una sonrisa melancólica antes de tomar la guitarra para mejor entonar otra canción sobre el amor, la sencillez y la paz. Tan inconsistentes somos como esa frase.
O es que son cuentos: en el fondo tal vez ni somos cristianos, ni escuchamos nunca a Facundo. Pero si efectivamente no lo somos y eso pasó –situación totalmente válida–, seguro nos creemos ciudadanos del siglo XXI. Modernos y de vanguardia en cuanto a criterios y tecnología; pero aún queremos tener nuestra propia Place de la Bastille.
Sería bueno repensarnos entonces. ¿Cristianos, pero aplaudimos las ejecuciones extrajudiciales y la pena de muerte? ¿Modernos, pero anhelamos prácticas del siglo XVIII, abolidas en muchos países desde hace varias décadas? A mí me parece que la esencia de esas categorías y el apoyo a esas posturas son, más bien, mutuamente excluyentes.
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