Fue en octubre de 2010 cuando el Gobierno de Estados Unidos tuvo que aceptar a través de su mismo presidente, Barack Obama, que John Cutler había inoculado sífilis en enfermos mentales, soldados, prostitutas y presos en Guatemala. Nuestro presidente, Álvaro Colom, calificó de espeluznantes tales ensayos y ofreció que se investigarían a profundidad. Así comenzamos los guatemaltecos —aun la mayoría de los médicos— a conocer el experimento Tuskegee, el cual, mientras más nos adentrábamos en él, encontrábamos terriblemente diabólico, incomprensible e inaceptable, tanto el experimento en sí como el silencio en que estuvo guardado, mudez que amenaza con llevarlo al olvido.
No argüiré sobre ese miserable experimento —aun en su metodología— que abarcó a los otros países centroamericanos porque de todos es conocido y se puede encontrar en miles de sitios en Internet. Deliberaré acerca de cuatro escenarios cuyo contenido llama a la reflexión y a la acción.
El primero es concerniente al secreto a voces. Cuando yo me enteré, visité de inmediato a un amigo —obispo jubilado— para, más que hablar del tema, desahogarme de la angustia y la cólera que me generó tal intelección. Me hizo recordar entonces 1974. Me trajo a la memoria que él había denunciado en sus sermones no solamente esos terroríficos hechos, sino también las esterilizaciones masivas. Me recordó también la inmediata represión que sufrió de personajes del gobierno de Carlos Arana Osorio y las sugerencias provenientes de ciertos sectores de la misma Iglesia católica. «Era un secreto a voces», me dijo, y la sacudida me hizo volver a aquel año, cuando yo cursaba el segundo grado de la carrera de Medicina en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Ese año fui testigo de un hecho extraño para mí en ese momento, tan claro como el agua ahora. Fueron las expresiones de rabia, verbales y gestuales, de uno de los mejores profesores de la universidad. Yo no lo conocía. Hasta me asusté cuando lo vi actuar así en la Facultad de Medicina. De inmediato corrió la voz de que el maestro estaba enojadísimo porque se había enterado de la destrucción de muchos archivos médicos en uno de los hospitales escuela. Alcancé a oír cuando dijo que «destruir archivos médicos debía considerarse un acto de lesa humanidad». Quién sabe si aquel profesor algo sabía respecto del experimento Tuskegee. Como haya sido, las acciones de Cutler en Guatemala no eran desconocidas. Eran, sí, un secreto a voces. Por lo tanto, no podemos desligar de tal inteligencia a las autoridades de Salud que ejercieron como tales entre 1946 y 1948 y a las sucesivas, ya que el eco de tales atrocidades aún resonaba en algunos púlpitos y en algunas cátedras en 1974.
El segundo es atinente a la indiferencia. En 1974 aún vivía la Chayito o la Chayo. Era una mujer de unos 75 años de edad que moraba en el hospital de Cobán. Le decían la Chiflada porque tenía delirios de persecución. Se dijo que era por su edad. Nadie sabía su procedencia. Muchos años atrás se había regalado a la institución y allí ayudaba como conserje a cambio de vestuario, comida y techo. Era la época de bendición en los hospitales del país: la atención estaba en manos de las hijas de la caridad de San Vicente de Paúl. La Chayito decía con alguna frecuencia que «los gringos le metían animalitos en el cuerpo». En noviembre de ese año, cuando yo realizaba un voluntariado durante mis vacaciones (a la Chayo yo la conocía desde niño porque mi casa en Cobán quedaba a un costado del nosocomio), logré entablar por vez primera un diálogo relativamente coherente con aquella mujer. Me contó que muchos años atrás había sido enviada a Guatemala para que la operaran y que donde estuvo «los gringos le metieron animalitos y cosas en el cuerpo». Yo fui indiferente. No le puse atención. Cuando volví como cirujano a Cobán (1983), ella ya había muerto. Y en octubre de 2010, al enterarme del perverso experimento Tuskegee, escribí un cuento corto para evocar la memoria de todas las víctimas de Cutler. Ignoro si Chayito fue una, pero, a tenor de lo que decía, tal parece que sí. Para mi infortunio, cuando busqué a la única persona que podía darme información verídica sobre la Chayo —una hermana de la caridad que estuvo en aquel hospital en 1974—, me enteré de que estaba ya fuera de la congregación y posiblemente fallecida. El fragor de la guerra interna consumía casi el 100 % de mi tiempo y no pude seguir averiguando.
El cuento dice así: «La Chiflada. Le llamaron la Chiflada porque decía que la perseguían los gringos. No dormía. Según ella, si se dormía, los norteamericanos "le metían animalitos en el cuerpo". Se alejaba lo más posible del hospital de su pueblo, de donde había escapado. Y murió lejos del hospital. La encontraron tirada en un camino vecinal. Su rostro tenía rictus de terror. La Chiflada murió. Nadie se acordó más de ella hasta en octubre de 2010, cuando un periódico en Guatemala destapó la gusanera: "En 1948, médicos norteamericanos experimentaron con pacientes mentales en nuestro país. Les inocularon sífilis"».
Es un cuento de 600 caracteres, incluidos los espacios, y como signo de los tiempos no difiere de otros que se han escrito en torno al Tuskegee. A decir verdad, nunca supe cómo murió la Chayo.
El tercer escenario está en orden a las investigaciones a partir de 2010. Hubo algunos mea culpa de los gringos. La derecha no se tentó el alma para acusar al presidente Juan José Arévalo Bermejo de autorizar tales felonías, y algunos nombres de médicos guatemaltecos comenzaron a surgir de aquella maraña inmunda. Hasta el mismo vicepresidente de la república se puso al frente de un grupo de investigadores y, según la edición de Prensa Libre del 13 de junio del presente año, el doctor Espada sostuvo que «la investigación sobre los experimentos de enfermedades de transmisión sexual en guatemaltecos está en la última etapa, pero su divulgación demorará dos meses más». Lo cierto es que estamos ya a la mitad de ese segundo mes anunciado. A finales de agosto será oportuno preguntar por los resultados tanto en la Vicepresidencia de la República como en el Ministerio de Salud y en el Colegio de Médicos y Cirujanos de Guatemala, pues la comisión investigadora está conformada por profesionales de estos tres organismos.
Cuarto contexto: la organización Médicos por los Derechos Humanos (PHR, por sus siglas en inglés) ha puesto la bandera en Flandes. Su presidente, Frank Donaghue, ha dicho que «un informe de PHR analizó pruebas de que la entonces administración Bush presuntamente realizó investigaciones ilegales con seres humanos y experimentos en prisioneros bajo custodia de Estados Unidos». Según Scott Allen, autor principal del informe de PHR, «la conducta de los profesionales de la salud tanto en el caso de Guatemala como en el de las cárceles clandestinas de la CIA es una burla a los principios fundamentales de la ética y la ley». No es de extrañar si de los Bush se trata. Aún recuerdo los repugnantes gritos de alegría de Bush padre (que se transmitían por la televisión estadounidense) cada vez que un avión de su país lograba acertar un blanco durante la llamada Guerra del Golfo o derribaba otra nave. No importaba si el blanco era población civil, como sucedió en muchos casos, y que fuesen personas las que estaban muriendo. De tal manera, no debe extrañarnos tal conducta, pero sí alarmarnos y ponernos en guardia. La experimentación en seres humanos y las guerras bacteriológicas no son nuevas. Uno de los primeros datos que se tienen en América es el de la introducción de viruela en Santo Domingo por un barco que traía negros de Guinea. El barco estaba en cuarentena, por lo que no debió haber atracado, de acuerdo con las leyes de navegación de la época aquella. Sin embargo, la nave portuguesa se detuvo intencionalmente, por lo que los siboneyes, borinqueños y taínos (negros) que habían logrado sobrevivir a una epidemia de gripe casi se extinguieron merced a esta acción vandálica. ¿Y qué podemos esperar del país de donde se escapó la última cepa de virus AH1N1? Encima de ello, quisieron echarles la culpa a los mexicanos. Las disculpas del presidente Obama serán válidas, justas y morales cuando demuestre con hechos esa contrición que manifestó en octubre del año pasado. Mientras tanto, estará sobre él la picota del juicio de la historia.
Como se ve, la cosa no es tan sencilla. El gobierno del presidente Colom tiene la harta obligación de dejar concluida la pesquisa antes de irse y de decir toda la verdad pese a las contrariedades, a los enfados, al dolor o a cualesquier sentimientos que se les pueda ocasionar a los descendientes de los médicos que colaboraron con John Cutler. El presidente Obama debe cumplir lo ofrecido en cuanto a las investigaciones que ofreció y el Estado de Guatemala entablar la demanda ante las cortes pertinentes y no pactar en secreto ni ceder un céntimo en relación con los derechos que se tienen como Estado. De hecho y por derecho, tampoco debe negociar sin consultar con los familiares de las víctimas, ya que cualquier acción anómala, amaño u otra que se haga, será, como el experimento Tuskegee, un secreto a voces.
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