La noción judía de santidad (kádosh en hebreo) significa, primero que todo, separación. En efecto, ser santo significaba ser reservado, separado, distinto: dirigido a una forma de existencia que rompe con lo convencional. Esto es más claro si pensamos en personas o en instrumentos que estaban reservados al uso divino. La casta sacerdotal que descendía de Aarón, el conjunto de los nazareos, o todo el complejo instrumental del templo judío (recreaciones y piezas arqueológicas se pueden observar aún en el Museo del Templo en Jerusalén) son sujetos y objetos sobre los cuales recae la categoría de santidad. Lo santo refiere a algo separado de lo común y dedicado al uso sagrado. Pero la santidad tiene su origen en la deidad, y ella la comunica —por principio de transitividad— a lo vivo o a lo inerte. Pero el carácter de santidad en la deidad apunta a una condición más grave. No solamente es separada, sino tan separada que es incognoscible. Por eso el Yahveh del Antiguo Testamento es como es. Jamás revela su nombre (para que nadie tome posesión de él, lo que por ejemplo el exorcista cristiano querrá hacer sobre la entidad demoníaca al demandar su nombre), y por eso el Yahveh del Antiguo Testamento solo se manifiesta a través de sombras, figuras y alegorías. Por la misma razón, aquel que miraba a Dios estaba condenado a morir: conocer lo incognoscible es causa de muerte. La santidad en el contexto judaico es una receta no solo para pocos amigos, sino para una vida de radicalidad en la soledad y en el dolor. Digo en el dolor porque la víctima sacrificial era, por lo general, un animal que cumplía con características (nótese el cordero pascual, un animal sin mancha y sin imperfección), pero que por muy especial terminaba sobre el altar.
En el mundo griego, la idea de santidad es más interesante: más entretenida y un tanto más civilizada.
Su referencia aparece en el olvidado diálogo Eutifrón, o De la santidad. Presentemos algunos detalles de este diálogo. Sócrates iniciará la discusión en un contexto concreto. En este caso no es el ágora, sino el denominado pórtico del rey. En ese lugar se redimían disputas relacionadas con el culto y ofensas de sangre. Eutifrón está allí para acusar a su padre; y Sócrates, para defenderse de una acusación. En la discusión que acompaña a ese encuentro, Eutifrón y Sócrates intentarán definir qué es la santidad.
¿Es la santidad aquello que los dioses favorecen? Si esto es así, es aún más difícil responder si lo santo es santo porque los dioses lo aman o si el amor de los dioses por lo santo radica en una cualidad específica.
Pero, si los dioses son tan cambiantes como lo hombres, ¿es posible que estén de acuerdo en algo? Aquí la conclusión fantástica del diálogo: la santidad absoluta —para los griegos— era imposible por el carácter tan diverso tanto de los dioses como de los hombres. Lo santo puede ser al mismo tiempo no pío, como la impiedad también puede ser santa. Vaya relativismo del politeísmo ateniense. Lo que a Zeus agrada no por fuerza debe agradar a Febo Apolo. Eutifrón acusará a su propio padre de un delito para cumplir con la justicia, pero removerá de ella el carácter de la piedad. La sentencia que Sócrates recibirá se apegará a justicia, pero no será pura, aunque Sócrates mantendrá el respeto por la santidad de la magistratura judicial. La noción de santidad en el mundo griego es, primero, un problema de la acción política, y eso la hace, dicho sea de paso, una cuestión humana. Y eso no solo permite, sino exige la hermenéutica de las acciones. En el mundo hebreo, la santidad no es un problema de los hombres y de su mortal existencia, y acercarse a ella requiere la muerte de la carne.
El polo judaico y el heleno rozan bordes que son irreconciliables.
Pero una cosa es cierta: en nombre de lo santo y de la santidad absoluta se han cometido demasiadas barbaries, y buenos placeres han sido injustamente proscritos. El paganismo heleno, menos dogmático, estaba más atento a los rasgos diferenciales de la existencia humana en tanto y cuanto resultaba imposible definir qué era la eudemonía (la felicidad). ¿Qué imposiciones absolutas y draconianas podían colocarse sobre la existencia humana? Pues pocas. Incluso el rabino de Nazaret (aunque no griego) enseñó que el hombre no existe para el día de reposo, sino el día de reposo existe por razón del hombre.
No cae mal de vez en cuando ser pagano. Menos aún ser santo.
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