Podría comenzarse así una emotiva alocución. Sensiblera, lacrimógena incluso. Podría acompañarse el llamado melodramático con alguna imagen de un cachorro de estos especímenes (los cachorritos siempre producen un efecto positivo: alegran el espíritu). Más aún: podría hacerse sentir mal a quien no se inmute por tan emotivo mensaje con una apelación moralista, mostrando que es de insensibles y desalmados no sentir pena por esa tremenda tragedia que representaría la extinción de esta especie.
¿Adónde queremos llegar con esta rara introducción? Pues bien, ¡por supuesto que no avalamos la extinción de ninguna especie viva! ¿En nombre de qué pretendida superioridad humana podríamos estar de acuerdo con segar una vida por pura desidia o espíritu depredador? (Matar una vaca o una víbora para alimentarnos —o una planta, que también es un ser vivo— es otra cosa: tiene que ver con la supervivencia. ¿Cómo podríamos dejar de hacerlo si queremos seguir existiendo como especie?).
La cuestión sobre la que pretendemos llamar la atención con este breve opúsculo —que no pretende ser ni melodramático ni sensiblero— es sobre la hipocresía que envuelve todo este asunto: ¿cómo es posible defender el oso panda y olvidarse de otros monstruosos problemas humanos? (Como que cada siete segundos muere una persona de hambre en el mundo mientras un perrito de un hogar del llamado primer mundo come más carne roja que un habitante del Sur).
Dicho de otro modo: ¿qué hay allí en juego: estupidez o desfachatez?
Desde algún tiempo vemos que va apareciendo una serie de medidas y acciones políticamente correctas, tales como la de salvar una especie en vías de extinción como el oso panda. En esa línea nos encontramos con una larga lista de reivindicaciones y señalamientos, correctos en sí mismos (¿quién podría estar en desacuerdo con los esfuerzos para salvar a estos ositos?), pero que encierran, como mínimo, algunas dudas.
Veamos dónde aparecen ese tipo de llamados y para qué. Surgen en los países industrializados del Norte (Europa, Estados Unidos, Japón), aquellos donde los problemas elementales de la supervivencia (hambre, analfabetismo, enfermedades de la pobreza como las diarreas, vulnerabilidad ante la naturaleza) parecen ya superados (los mismos que siguen siendo drama cotidiano para la gran mayoría de la población mundial y para la mayoría de los países del Sur). Allí surgió la preocupación por lo que ahora llamamos derechos humanos, preocupación correcta, muy atinada, incuestionable en un sentido. ¿Quién podría oponerse al derecho de cualquier ser humano a vivir bien?
Pero ahí está la cuestión: declarar lo que debe ser es una cosa (eso son los derechos humanos: una declaración). Y por supuesto que nadie podría estar en desacuerdo con cosas mínimas y elementales como que todos los habitantes del planeta debemos vivir bien (al igual que nadie podría estar a favor de la eliminación de los osos panda). Pero ¿por qué la gran mayoría vive mal? Las declaraciones en general pomposas (las declaraciones políticamente correctas, queremos decir) hacen ruido, mas no van a la raíz de los problemas, no actúan. Es como los llamados a la protección de los animales salvajes en vías de extinción (o como tantas cosas de esa lista de avances civilizatorios a la que nos referíamos): son correctos, pero dejan una inquietud.
La lucha contra la corrupción, la preocupación por el desastre medioambiental o las reivindicaciones de moda (ante cualquier tipo de discapacidad, por ejemplo) —todos elementos importantísimos, sin la menor duda— aparecen en las agendas políticamente correctas que algunos factores de poder impulsan. Estamos ahí ante injusticias y desequilibrios terribles, injustificables (así como nadie podría justificar la extinción del oso panda). Pero hay algo que no termina de cerrar: ¿por qué no se habla con la misma fuerza de las injusticias de base que dan lugar a todas estas asimetrías?
Ser políticamente correcto y pedir, por ejemplo, cosas incuestionables como rampas para los discapacitados o la protección de los osos panda es una cosa: el sistema que alberga todas las arbitrariedades es otra. ¿Por qué elemento levantar la voz y pelear?
Más de este autor