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Salida de emergencia: La historia de J.

Se ordenó que yo debía morir. Pensaron que había hablado esas veces que me sacaron de la celda para golpearme.
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Salida de emergencia: La historia de J.

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El 10 de julio de 1998 nos dieron una dirección para hacer un trabajo en El Manantial, zona 5. Era una bodega donde había un dinero. No teníamos ni cinco minutos de estar adentro cuando comenzó la balacera. Había muchos policías afuera, rodeando la cuadra. Vi gente con gorros pasamontañas, y supe que era una trampa.

Decidí huir. Me subí al techo de lámina, y cuando intenté comenzar a correr, vi a dos con pasamontañas que me estaban tirando. Yo le tiré a uno de ellos, y cayó. Sólo recuerdo que salté al patio, sentí una mano encima, y no supe más. Cuando desperté, estaba acostado en la calle, sobre una poza de sangre. Me habían dado con una cacha [de pistola] en la cara. Tenía quebrada la nariz, y golpes en los pómulos. Faltaban cuatro días para que cumpliera 18 años.

Cuando despierto en la comisaría de San Pedrito, zona 5, empiezo a ver la prensa, tanta gente que está ahí cerca, familiares, más policías. Veía nublado por la sangre que me había caído en los ojos. Ahí nos tuvieron, y hacen el reporte de que habían caído 57 personas. Entre ellas, yo. Habíamos hecho un recorrido en dos buses mientras nos comenzaban a golpear, a preguntarnos dónde estaban los demás, y dónde nos manteníamos—sin ningún éxito, por supuesto. Si uno hablaba, llevaba a la par al otro que iba escuchando, y no se podía.

Me siguieron golpeando, aún así como estaba. No recibí atención. Ellos decían, “este es el jefe, y este tiene que cantar”. Parecerá chistoso, pero a la media hora cayeron otros 30 más. Los 30 habían querido asaltar el bus, y bajarnos a nosotros, sin saber que nos escoltaba un fuerte contingente. 

En San Pedrito me llevan a un cuarto de atrás a seguir golpeándome para que hable. Pero nosotros mantenemos siempre el amor a la pandilla, y decido no hablar. Hacia la media noche, por cuestión de seguridad, deciden trasladarnos a otro lugar por la Calzada de La Paz. Las patrullas se habían adelantado. De pronto, se detienen, y abren los carros (buses). Nos dicen que les habían pagado para dejarnos ir. Nos quitaron las esposas, pero en ese momento yo decidí no correr. Les dije a los demás que no lo hiciéramos, cuando nos fijamos que atrás venían los taxis con los papás de todos. Eran muchos. Entonces, nos vuelven a enchachar y a subir al carro. Entendimos que nos habían querido dar ley fuga. 

Cuando llegamos a la cárcel (Centro Preventivo de la Zona 18), encontré algunos privilegios. Había expectativa porque íbamos a llegar. Una vez ahí, me llevaron a un lugar al que le dicen El Gallinero. Ahí lo tienen a uno mientras le toman la foto y todo, pero también ahí te dicen “¿Cuánto traés? Y te meto en el sector que querrás”. Me metieron donde había gente de mi barrio. Paso bien los primeros días. Después me llevan a otro sector, del cual me sacan a las tres o cuatro de la mañana para golpearme, y acaban trasladándome a Fraijanes; todo, con el afán de que hablara. Yo era un líder, era parte de los jefes, pero había un jefe superior.

Un año después, estaba en una audiencia en la que el Ministerio Público pedía 45 años de cárcel para mí porque hubo dos muertos cuando nos capturaron. Uno era una niña de 5 años. No se supo cómo pasó en medio de todo. El otro era el policía que había caído del techo. También tenían fotos del seguimiento a ciertos golpes (“trabajos”) que habíamos hecho.

Entonces la pandilla comenzó a trabajar con los testigos para… para que se fueran de aquí. Si no hay parte pidiente, no hay acusación. Empezaron las audiencias, y no llegaron los testigos. En dos meses, nos dejaron libres. Pagué el delito de portación ilegal de arma de fuego con el año que estuve detenido.

La cárcel no me cambió. Al tiempo supe que el militar que nos vendía armas murió a manos de la misma persona que lo manejaba a él, otro militar que estaba arriba [de alta]. Por eso creo que el trabajo en El Manantial era una trampa de él. Pero lo más que logramos fue desquitarnos con el hijo, que pertenecía a nuestra pandilla, y parte de la familia.

Cuando salí, yo tenía luz roja. Se ordenó que yo debía morir. Pensaron que había hablado esas veces que me sacaron de la celda para golpearme. Regresé a vivir con mi mamá, en la zona 5. Escuché los disparos la primera  noche que pasé ahí. Cuando salí, en la puerta de mi casa había un anónimo con pintura roja que decía, “la gente que plancha [que falla] tiene luz roja”. Yo entendí el mensaje.

Salí de la capital. Deambulé por varios departamentos, pero regresé porque intentaron matar a mis papás dos veces. Regresé a entregarme para que los dejaran tranquilos. Cuando llegué al lugar indicado, vi que una de las personas al frente había sido [de pequeño] uno de mis apadrinados. Él había logrado escalar, y estaba a cargo de lo que yo había dejado. Yo conocía las reglas y siempre las cumplí, (incluso dando luz roja a un amigo mío que había planchado), así que le dije, “aquí estoy”. Entonces, me responde la “primera voz” (el líder) y dice: “Mirá, salió un nuevo ‘meeting’ (reunión decisiva) y un hijo, o tomar el Evangelio son las únicas dos formas de salir. Vos decidís”. Yo no tenía hijos, pero siento las armas encima y les digo que voy a tomar el Evangelio, [aunque] no estaba seguro de qué era eso.

Cuando uno sale de la pandilla así, sale desterrado. Si se tienen tatuajes, hay que quitárselos. Si lo golpean a uno, lo pueden hasta matar pero la pandilla ya no lo va a defender a uno. Pero me dan esa “clecha”, un pasaporte de vida, en que se respeta la vida de uno hasta el día en que uno hable.

Entonces, recibí ayuda de mis papás. Del papá al que traté de matar seis veces porque cuando estaba borracho le pegaba a mi mamá, a la que también golpeé cuando yo estaba drogado. Comencé el cambio cuando tenía 19 años. Lo que más me costó fue quitarme 9 años de drogadicción; aprender a hablar, en lugar de sólo hacer señales con mis manos; bajar la cabeza, aprender a no llevar un arma. Fue difícil. Muchas veces los de mi barrio me decían cosas, y hasta me abrieron la cabeza con una piedra. La idea era que reaccionara y tuvieran motivos para matarme. Pero si no pensaba en la pandilla como una cosa del pasado, iba a morir.

A veces sale en las noticias gente que estuvo en las pandillas, se volvió cristiano y lo mataron. A eso le llamamos, “romper la clecha”. ¿Por qué? Porque esa gente está un mes en la iglesia y después vuelve a caer. Aunque no vuelva a ser pandillero, pero [si] está drogándose, para nosotros eso es “planchar”. Entonces, debe morir.

Dime qué se siente el sudor en la frente**
Ya afuera de la pandilla, queriendo cambiar, estaba con la misma pobreza de antes. No tenía trabajo, y no sabía hacer otra cosa. En el tiempo que estuve adentro, fui a estudiar porque yo era el vendedor de drogas del colegio, del instituto, y gané porque era el jefe de la pandilla. Tengo título de tercero básico y de mecanografía y no sé ni siquiera dónde va la “h”, o la “d”. 

Pero lo que sé, lo sé bien. Siempre fui una persona con ideales. Desde los 9 años, me prometí que no volveríamos a ser pobres. Siempre quise ser alguien. Lamentablemente es difícil salir porque la sociedad lo tiene a uno catalogado como gente que no cambia. 

Ahora voy a cumplir 12 años de haber salido, y las cosas han cambiado totalmente. Mis papás todavía están vivos. Pude recuperar la relación con ellos. Mi papá ahora tiene 22 años de no tomar. Él iba a la Federación de Hombres de Negocios del Evangelio Completo. Yo tenía dos meses de estar fuera [cuando él] me dio una tarjeta en la que se leía sólo eso. Entonces, llamo a unos amigos que todavía tenía, y les digo que si son “hombres de negocios”, hay una oportunidad de hacer dinero, que en el Pollo Campero de la zona 5 se reúne un grupo que puede tener bastante dinero. Yo todavía tenía mis armas. Estaba fresco. Y le digo a aquellos que vayamos. Entonces me dicen, “si se enteran, te dan luz roja”. Pero yo sólo pensaba, “necesito pisto”.

Voy con mis dos escuadras. Aquellos llevaban una Pietro Bereta y una escopeta. Rodean el Pollo Campero. Yo voy por la parte frontal. Cuando decido entrar, veo a dos hombres entacuchados en la puerta. Me dan un abrazo que nunca voy a olvidar. Me desmoroné.

Yo traté de abrazarlos, pero no pude por las escuadras que llevaba encima. Luego, el gerente del restaurante no me quería dejar entrar porque lo habíamos asaltado tres veces, antes que yo saliera de la pandilla. Él nos conocía. Yo le había dicho a los aquellos que, cuando les diera la señal, iban a entrar a asaltar a todos, o que al que agarrara, a ese nos íbamos a llevar. Al final, aunque habían visto que yo estaba armado, [los entacuchados] convencieron al gerente que me dejara entrar. Él les había dicho, “están perdiendo su tiempo con estos cuates”. Y yo no había ido a escuchar nada de lo que estaban hablando, sino a ver a quién le hacía daño. Pero algo pasó esa noche.

Unos hombres se pararon a decirme que la persona más importante esa noche, ahí, era yo. Pero yo sólo sabía que nadie hace nada por uno si uno no tiene plata, o no los intimida. Entonces, me comenzaron a temblar los pies. Recordaba que el gerente [del restaurante] dijo que “lacras” como yo no cambiábamos, cuando uno de los hombres me dijo que Jesús sí podía cambiar mi vida. Yo sólo empecé a recordar cosas, y le dije:

“Es mentira que Dios me ama… ¿Dónde estaba Dios cuando hace años mi papá nos golpeaba? ¿En dónde estaba Dios cuando me metí en un basurero para buscar algo de comer? ¿En dónde estaba cuando mi mamá se hincó a pedirle clemencia? ¿En dónde estaba Dios cuando mi papá en lugar de enseñarme a jugar fútbol me enseñó a drogarme?”. 

Pero el hombre me decía, con un abrazo, que Dios me amaba. Yo no aguanté y salí huyendo de ese lugar. Cuando salí corriendo, venían aquellos, pensando que la habíamos hecho. Aunque creo que esa noche el único que la hizo fui yo. Regresé al jueves siguiente y fui a un encuentro. “Abracé la religión”, como dicen. Era 20 de agosto de 1999. Fue muy difícil. Trataba de dormir y la sensación de la falta de droga me desesperaba. No sabía qué hacer. Pero papá y mamá me apoyaron, y a los cuatro meses [del episodio de Pollo Campero], decidí tirar mis armas.

Esos primeros años fueron duros. Me trataron de matar tres veces. Eran los de la otra pandilla (la 18), que no sabían que yo me había cuadrado (retirado). Luego empecé a dar testimonio, a hablar con jóvenes, a visitar casas hogar y cárceles. Pero daba un testimonio general. No decía a cuál pandilla pertenecía. Para ese entonces tenía 23 años. 

No disfruté mi niñez, ni mi adolescencia, y encontré en Dios todo lo que nunca había tenido. Reconstruí mi vida. Cuando me baño, y veo mis tatuajes (que mantengo escondidos por la prohibición), vienen los recuerdos. Ciertas cosas. El trabajo de cambiar no termina. Si viene alguien ahorita, y me empuja, tengo una reacción, porque desde muy pequeño fui inculcado hacia la violencia. Y contra eso lucho todos los días. Tengo una esposa, una hija de tres años. Voy a cumplir cinco años de casado. El 14 de julio cumplimos el quinto aniversario—12 después de la captura que le cambió la vida—y estoy bien con mis papás, mis hermanas están bien.

Hace cuatro años me amenazaron de muerte por andar divulgando ciertas cosas. Nosotros tenemos códigos de honor, de muerte. Yo estoy dando un testimonio general, pero si esto pareciera mucho, no lo es. Hay cosas mucho más fuertes que no se deben de hablar. Cuidamos nuestra identidad. Mucha gente sabe dónde trabajo, dónde estoy.

Es difícil encontrar trabajo. Tuve que pagar para limpiar mis [antecedentes] penales, policiacos, y luego trabajé en un banco, pero por aceptar una invitación para ir a Costa Rica a dar mi testimonio, me quitan mi empleo, y paso tres meses muy difíciles.

Entonces, recibí una llamada de ellos (la mara). Habían conseguido mi número. Con mi esposa embarazada, yo decido hacerles un trabajo. Estaba para el viernes, pero el miércoles me invitaron a dar testimonio al hotel Camino Real. Al despedirme, admití que no tenía empleo, y se me acercó una persona. Era funcionario público encargado de una entidad grande. Me dijo que me quería dar una oportunidad de empleo. Fue un milagro porque a veces había que esperar hasta tres meses para hablar con él. Ahora voy a cumplir tres años de trabajar ahí, y dos de predicar. 

Ese viernes que tenía el [otro] “trabajo” que hacer ya no llegué. Otro día cuando íbamos caminando con mi esposa, nos vieron, nos rodearon y me iban a matar. Pero yo digo algo, si algo que respeto y admiro mucho de la pandilla es la palabra que tienen. La pandilla respetó que yo no llegué al lugar, no hice nada, y no había por qué matarme. Lo que estoy diciendo ellos me lo dijeron con una escopeta apuntándome a la cabeza. Sentí que apenas podía tragar.

Nos fuimos de ahí, de la zona 5, pero se quedaron mis papás. Saben que yo realmente estoy en cuadro con el Señor. Muchas veces me han visto, y nada. Ellos ya no son los mismos con los que yo empecé. Hay niños y jóvenes que yo los vi chiquitos y ahora están [a cargo] en la colonia. 

Vivimos en otra zona de la capital, de donde es mi esposa. Nadie me conoce ahí, sólo por la iglesia. Estoy a cargo de un grupo de jóvenes. Veo que en la zona hay pandillas, pero no es lo mismo que estar metido. Yo me siento tranquilo, porque voy del trabajo a la casa y la iglesia. No me meto con nadie. Ahora siento que mi vida vale algo, que vale bastante. Antes no valía nada.

*J. es ex miembro de la Mara Salvatrucha y pidió a Plaza Pública mantener su identidad anónima. 
**Fragmentos de la canción “Sí Señor”, de Control Machete.

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