En algunas ocasiones, volver a aquel sitio que durante algunos años conocimos como casa, o como patria, tiene un significado adicional al de reconectar con la familia y los amigos o recorrer calles que nos fueron cotidianas recogiendo recuerdos, abrazos y alguna sonrisa. Para mí, regresar al Ecuador en 2014 estaba marcado por un hito pequeño y egoísta: estar allí para el veinte aniversario de Sal y Mileto, la banda de culto del rock ecuatoriano.
La Plaza del Teatro es uno de esos lugares de la ciudad vieja que constan en muchas de las postales que se ofrecen a los turistas que llegan a Quito: la fachada del teatro Sucre, el hogar de la orquesta sinfónica, construido en el siglo XIX, le sirve de fondo a los cañones de una unidad de artillería en alguna de las tantas paradas militares que siguieron a guerras y revueltas del siglo XX, en un país con 186 años de historia republicana, una veintena de constituciones y más de 100 jefes de Estado. Y en esta ocasión esa plaza era el escenario para el concierto de un grupo de rock que desde la melancolía, característica nacional ecuatoriana, ha coqueteado con el metal, el jazz, el blues y el grunge para preguntar irreverentemente:
¿Quién en este país se atreve a decir que el rey está desnudo?
¿Quién puede dormir con tanta golondrina muriéndose de frío?
Si a la oferta de un concierto de aniversario se sumaba la promesa de una fusión con la Orquesta de Instrumentos Andinos, la oferta era simplemente irresistible: zampoñas, charangos y guitarras eléctricas. Lo suficiente para desafiar altura y frío.
En efecto, la noche y el frío ya están allí cuando llego a la plaza. Y también están los primeros asistentes al concierto, que me sorprenden por sus aspectos y edades. Adultos tan viejos como yo, que, por ejemplo, enrollaban la corbata y la ponían en el bolsillo de la chaqueta. Han pasado 20 años desde la escena gótica del rock en Quito. Dos décadas que incluyen tres golpes de Estado, igual número de clasificaciones al mundial de futbol y la transformación de una ciudad colonial conformada por casas señoriales convertidas en humildes conventillos y luego reconvertidas en hoteles de cuatro estrellas con cervecerías artesanales.
Mucho ha transcurrido desde la formación del proyecto del rock libre ecuatoriano y de Kito con K, incluyendo la muerte de Paúl Segovia, el líder de Sal y Mileto. La pregunta sobre si el proyecto de contracultura sigue allí es válida. Sin embargo, hay un Resplandor y un estilo innegable, aun con voces y figuras nuevas en la banda.
Y el concierto no decepciona, aun cuando mi espalda pide tregua y termino pagando una fortuna por una cerveza artesanal para poder sentarme en el balcón de un restaurante con vista al escenario y disfrutar de Cessio, mi canción favorita para conducir largas distancias —como por ejemplo seis kilómetros en la avenida Hincapié un viernes por la tarde—. Luego siguen Panelita y Avisos clasificados, en las que ofrecen, por motivo de un «viaje a Venus», la venta de penas, dos ancianas y tres bicicletas.
Tal vez, tal como lo describe mi psicoanalista de turno en Whatsapp, este es solo un caso tardío de angry youth que me hace escribir sobre los tiempos que se fueron. Existe una alta posibilidad de que así sea. Pero los Sal y Mileto son ese elemento significante en la formación de una propuesta de contracultura en una sociedad que por entonces era convenientemente conservadora, adormecida, encerrada en sí misma, y que ahora me es simplemente ajena.
Sin embargo, todo tiene un límite: mi hija me lo ha advertido. Si La aplanadora Quiñónez vuelve a sonar otra vez, ella personalmente se encargará de vestirme de princesa. Así que limito a los Sal y Mileto a mis audífonos para correr en las mañanas. No vaya a ser que ella cumpla su amenaza.
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