Entre los meses de septiembre y diciembre de 2017 me tocó transitarla en dos ocasiones. La primera, pese a que el vehículo era adecuado para la ocasión, casi no concluimos los 30 kilómetros que hay entre San Cristóbal y el puente. La segunda, en diciembre, la situación fue diferente. La carretera estaba raspada, y solo un tramo de 10 kilómetros era impropio para vehículos pequeños.
La diferencia la hizo la comunidad. Los vecinos de las aldeas afectadas se agruparon y, ante la indiferencia del Estado, se organizaron y contrataron maquinaria para mantener el paso expedito. A cambio comenzaron a cobrar Q15.00 por cada vehículo que por allí pasa. Ignoro si tal cobro es legal, pero, doy fe, se ha minimizado el peligro para los viajantes, se ha disminuido el deterioro vehicular y se está economizando tiempo, valiosa variable para los comerciantes de productos perecederos.
En vía contraria, el deterioro de la calidad de la vida humana ha seguido en picada, cebado principalmente en niños menores de 10 años que habitan lugares aledaños a la carretera. En septiembre del año pasado encontramos, a partir del tristemente célebre cerro Los Chorros, muchos niños y algunos pocos adultos que, a cambio de estar rellenando los boquetes del camino, pedían algún emolumento de entre dos y tres quetzales. Esta vez (diciembre), el hallazgo fue pavoroso: niños rellenando o simulando rellenar hoyos y pidiendo a cambio agua y comida, principalmente agua.
Quienes hemos aprendido a tener empatía podemos determinar con cierto grado de certeza cuándo y cómo se nos está mintiendo. Por supuesto, si el caso se da. Y esa capacidad me permitió establecer que aquellos niños no mentían ni medraban con su pedido. Necesitaban agua y comida.
Aquellos rostros enjutos, aquellos ojos sumidos en sus cuencas por la deshidratación no me han dejado tener paz. Mucho menos ahora que un campesino del lugar me ha compartido sus razones para no pedir dinero. A decir del lugareño —con quien hablé el 2 de enero recién pasado—, los niños ahorran energía. Con los pocos centavos que recibían caminaban hasta la tienda más cercana. ¿A comprar qué? Pues agua y pan. Tarea que se evitan recibiendo directamente los básicos suministros de las personas que se los proveen.
«¡Agua, por favor! ¡Agua, por favor!», nos decía un chavalito como de nueve años dirigiendo su mirada hacia adentro de nuestro vehículo. No nos miraba a los rostros. Buscaba agua, donde hubiera o donde estuviera. Otro nos decía: «¡Agua y comidita! ¡Agua y comidita!». Y esas palabras, dichas quedito, resonaron y resuenan en mi mente como magnificadas por el imponente silencio de la gran sierra de Chamá. El resto del viaje lo sufrí como las dos horas siguientes después de ver la película Silencio, de Martin Scorsese.
En contraste, pude observar un aumento de templos a lo largo de la carretera. Recordé a la sazón un segmento del numeral 16 de la carta apostólica Misericordia et misera, publicada por el papa Francisco el 20 de noviembre de 2016: «Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia». Y no se refiere el papa a esa confusión de soltar unos centavitos para mitigar conciencias. Se refiere concretamente a la misericordia que se hace tangible en la verdad. Esa verdad lacerante que a veces quema, como cuando dijo en Casa de Santa Marta el 8 de noviembre de 2013: «Quien lleva a casa dinero ganado con la corrupción da de comer a sus hijos pan sucio».
Sí, las pésimas condiciones de las carreteras del país y el deterioro de la condición humana de sus habitantes solo pueden provenir de grandes injusticias cuyo denominador común es la corrupción.
Ojalá pudiera resonar en los oídos de los gobernantes la súplica de los niños de la ruta 7W. «¡Agua y comidita! ¡Agua y comidita!». «¡Agua, por favor! ¡Agua, por favor!». ¡Ojalá!
Más de este autor