No sé por qué pero se me rompió un poco el corazón. Tenía trece o catorce años y creo que fue la primera vez que de veras me puse a pensar que podría llegar algún día que estuviera viejo. Viejo, viejo, como con unos 25 o 30, años suponía yo. Y me juré que no, que nunca dejarían de gustarme esos dos o tres grupos que eran mis entonces favoritos.
Era otra época, era otro mundo. Era un mundo anterior a Lady Gaga y era tan fácil escandalizar a cualquiera. Recuerdo que a Marcelo Frachelli le causaba mucho morbo salir en la radio diciendo que los Red Hot Chili Peppers tocaban totalmente desnudos. Bueno, no totalmente. De hecho, decir que les gustaba salir al escenario, utilizando apenas un calcetín (no precisamente en alguno de sus pies) era lo que más morbo le causaba. Lo decía en la radio y lo decía en la barra del bar, cuando llegaba religiosamente los jueves a comprar media botella de Extra Light con dos seven up, como si eso le diera derecho a exigir que solo pusiéramos la música que a él le gustaba.
Habrá sido 1989 o 90 y yo no pensaba en hacerme viejo. Aún no lo estoy, pero ya pienso en ello. Y, no sé por qué, pero ahora que vi que los Chili Peppers anduvieron por Guatemala, una parte de mí ansiaba estar de vuelta y poder ir a verlos y soñar que era 1989 o 90 y que ni ellos ni yo estábamos tan agotados. Otra parte de mí se resignó a que eso ya no es.
Creo que una de las grandes señales de que te estás haciendo viejo es que vas aprendiendo a resignarte. Vas aceptando que cada día muere una de las posibilidades de quien podías ser. Mientras acá el viento amenazaba con arrancar las ventanas de mi casa en una de esas noches en las que hay que poner una piedrota sobre los botes de la basura para que no salgan volando, para mí murió la posibilidad de ver a los Chili Peppers en concierto en Guatemala.
Y quizá sea mejor así. Después de la decepción que me llevé cuando llegó Metallica a Guatemala. Uno no se da cuenta de que se va haciendo viejo, de que se van muriendo esas posibilidades, porque normalmente uno se ve reflejado en el espejo de sus amigos y normalmente los amigos de uno van haciendo las mismas cosas que uno hace, entonces ellos y uno siempre parecen jóvenes.
Pero luego viene el concierto y uno mira a esa persona que uno vio hace 20, 25 años en el mismo contexto de entonces y se da cuenta de que ya tiene patas de gallo y canas en la barba y es imposible no hacer comparaciones. Con esa persona y con uno mismo.
Y ahora me toca resignarme a no haber ido a ese concierto y a no poder ir a otro concierto, esta vez de The Shins, que tocan en El Paso el mismo día que parto a Guatemala. Y me toca resignarme a no poder escribir de Chávez y su cadáver embalsamado para no airar a mi empleador y perderme la oportunidad de hablar del cónclave porque no vaya a ser. Tampoco puedo hablar del Diablo porque ya mi mamá mandó decir que qué está pasando. Y no puedo hablar de las buenas noticias que recibí esta semana, porque aún no son concretas.
Además, entre la gripe que me tuvo tirado en cama casi toda la semana pasada y el hecho de que con la mudanza del diario en el que está mi oficina, me quedé temporalmente sin un espacio físico para trabajar, tengo quince días de no salir de casa.
Pero hoy queda menos de una semana antes de tomar el avión a Guatemala donde espero pasar una Semana Santa mejor que la del año pasado. Espero restregar las patas en la arena negra, ver a mis amigos, conectarme con mis hijos, pasar tiempo con Irene. Pero sobre todo, quiero que me dé el sol.
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