La canción Second Birth me ayuda a empezar a poner palabras juntas tratando de evitar la narrativa habitual de estos días, que no cesa de repetirse (contagios, muertes, crisis políticas, vacunas, variantes y guerra), con el escaso margen para el éxito que deja la comparación entre la imagen del Chinook sobre la embajada de Saigón en 1976 y la del mismo tipo de helicóptero sobre la de Kabul el pasado viernes, por mucho que lo d...
La canción Second Birth me ayuda a empezar a poner palabras juntas tratando de evitar la narrativa habitual de estos días, que no cesa de repetirse (contagios, muertes, crisis políticas, vacunas, variantes y guerra), con el escaso margen para el éxito que deja la comparación entre la imagen del Chinook sobre la embajada de Saigón en 1976 y la del mismo tipo de helicóptero sobre la de Kabul el pasado viernes, por mucho que lo desmienta el secretario Blinken.
El probable ocaso de una potencia que no demuestra músculo diplomático ni militar es tema de discusión para algunos de mis colegas que trabajan en temas políticos, algunos de los cuales seguramente piensan que algo semejante debió debatirse en Roma antes de las invasiones bárbaras.
Debo admitir que el sabor amargo de las noticias de Afganistán me recuerda la lectura de una nota del Wall Street Journal en 2012 sobre los misiles Stinger y su duelo contra los helicópteros Hind de la antigua URSS, que, además de la apología sobre un arma que cambió el curso de la guerra, da cuenta de la búsqueda de la CIA, durante varios años, de los más de 600 lanzacohetes perdidos en las montañas afganas. Seguramente ahora tendrán menos problemas para ubicar los Black Hawk y las armas recientemente entregadas al Ejército afgano y que los talibanes están estrenando.
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Las escenas de la situación desde el aeropuerto de Kabul son parte de un ejercicio de desesperación y de logística aplicada a calmar la tormenta política de la que se hacen eco los medios internacionales. Una evacuación que tiene todos los adjetivos de una derrota y sobre la cual se podrán contar historias y tragedias con nombres propios, originadas en una apreciación errónea de los servicios de inteligencia y en la desconexión de la clase política con la realidad que palpan quienes están en el terreno: ese aforismo que se usa como parte de la jerga de quienes se creen un escalón más arriba en los peldaños del sistema por trabajar desde un escritorio en una capital, desde donde manejan un sistema de indicadores de cómo debería funcionar el mundo.
Una vez que la evacuación haya terminado y los ojos del público busquen otro asunto de interés, el régimen talibán mostrará su verdadera cara a quienes permanezcan en Afganistán. Y entonces las cosas podrían volver al Medievo, con las consecuencias en las mujeres y en las niñas que todos temen ahora. Seguramente, igual que desde Alejandro Magno hasta hoy, cambiando de actores, alguien más buscará extender su influencia sobre esa región del mundo, en la que las rutas del opio se cruzan con la geopolítica —cualquier mente ingeniosa puede sacar paralelos con América Central—.
Al terminar estas líneas estoy escuchando War Pigs por enésima ocasión mientras las redes sociales explotan con el anuncio del número de contagios de ayer, los escándalos en la sesión en el Legislativo y las imágenes de carreteras bloqueadas al tiempo que los vuelos de deportación aumentan con dirección al Istmo. La presión se acumula en una región del mundo que siempre parece a punto de explotar, pero que siempre sorprende por su capacidad de resiliencia.
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