Sudan ira. Descargan rencor. Son el autodenominado Frente Femenino en Defensa de los Militares: los más de 18 exoficiales del Ejército ligados a procesos por graves violaciones de derechos humanos. Ellos, los otrora jefes castrenses, miembros del omnipresente Ejército de Guatemala, están acusados de cometer delitos como desaparición forzada, producida por la captura ilegal y por la desaparición posterior de una persona, tortura, ejecución extrajudicial y asesinato, así como violación sexual. En su rol como integrantes de la estructura contrainsurgente planificaron, ejecutaron u ordenaron la comisión de estos.
Son delitos que el sistema de Naciones Unidas, del cual Guatemala forma parte, considera crímenes contra la humanidad, razón por la cual la obligación de investigarlos y sancionarlos es aún mayor, pese a que en su mayoría acontecieron hace más de tres décadas. Sucedieron cuando los hoy sindicados estaban en la plenitud de sus vidas o al inicio de sus carreras. Quizá sin parejas y sin hijos ni hijas.
Hoy esos hijos, pero en especial las hijas, se enfrentan a escuchar en los tribunales historias que quizá jamás imaginaron que sus oídos escucharían. Quizá crecieron añorando las ausencias de un padre en movimiento, cumpliendo misiones que, según se enteran hoy, no incluían la defensa de la patria, sino la comisión de graves crímenes contra la humanidad.
Con seguridad, ver a sus referentes paternos acusados de violación, asesinato, tortura y secuestro rompe la estabilidad emocional de cualquiera. El duelo por la pérdida de la imagen de respeto que quizá desarrollaron las mantiene en negación, con rabia, con ira, sin saber a quién culpar de su desgracia, de su destino. Son descendientes de un ser que quizá termine sus días en prisión por haber cometido atrocidades que estremecen a cualquiera.
Sin saber adónde enfocar su rabia, al mejor estilo de cualquier ser irracional, no buscan quién se las debe, sino quién se las paga. Entonces enfocan sus baterías en contra de las víctimas, esas mismas personas que más de tres décadas atrás afrontaron el dolor de las manos de los padres de esas hijas hoy perdidas en el odio. Lanzan improperios contra las víctimas y quienes las acompañan.
Arman grupos y páginas electrónicas en las cuales dan rienda suelta a su ira y a su resentimiento. Racismo, homofobia, lesbofobia, xenofobia, discurso de odio. Ira, ira y más ira. Uno a uno esos perfiles se llenan de la herramienta que han tenido a la mano y se enfocan en construir un nuevo proceso de victimización contra quienes ya sufrieron la agresión hace tres décadas y resistieron la falta de justicia todos estos años. Como bien escribió Ana Lucrecia Molina Theissen, se entiende que sientan dolor, pero no se acepta que lo conviertan en un puñal afilado contra las víctimas.
Estas solo han buscado justicia y en su ruta han caminado por un terreno anegado de piedras. Las han vencido paso a paso. Cada obstáculo en el camino lo han enfrentado con dignidad, muchas veces en silencio. Siempre con la verdad y la paz como instrumentos.
Por eso no se vale que se construya un frente femenino que, lejos de procurar una defensa real por las acusaciones contra sus padres, hermanos o esposos, empuje una agenda de odio y de agresiones desenfocadas. No es sano para su salud emocional. No es sano para la justicia. No es sano para la sociedad. Mejor harían en buscar espacios de reflexión y atención colectiva a los males que exacerban el choque con la realidad negada por dolorosa.
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