Hoy quiero someter a consideración del lector la necesidad de recuperar el poder de la palabra. Porque no solo la lectoescritura y las matemáticas van en declive en nuestro país. También va en descenso nuestra capacidad de comunicación oral.
Para mejor argüir convocaré al doctor Salomón Lerner Febres, S. J., quien en la lección inaugural de la Universidad Rafael Landívar del año 2011 dijo: «Hoy sabemos que el gran enemigo de la democracia y de la salud de la cosa pública no es en primer lugar la corrupción ni la inacción, sino la degradación del lenguaje. Por ello, si hay un cometido inexcusable para la universidad actual como aporte a la construcción de la ciudadanía, es el de preservar el poder comunicante y vinculante de la palabra». Su discurso se llamó Universidad, palabra y ciudadanía. Dicho sea, no es la primera vez que cito este elocuente párrafo del doctor Lerner Febres.
En otro artículo que titulé La degradación del lenguaje puse en el tapete la incapacidad que a ojos vistas tiene un enorme sector de la población en cuanto a la incapacidad de relacionar términos y de unirlos para construir frases y oraciones coherentes. Expuse: «No se tiene la menor idea de las normas básicas que deben regir la secuencia de los elementos gramaticales. Menos aún se tiene idea del significado de ciertas palabras y expresiones, ausencias que, sumadas a una innegable lentitud de pensamiento, impiden trasladar a lo hablado y escrito ideas correctamente relacionadas». Como ejemplo véase lo escrito en las redes sociales.
Y hoy quiero evidenciar dos tablados en los cuales debemos intervenir asertivamente quienes desde cualquier nivel educativo incidimos en los procesos de la enseñanza y el aprendizaje.
El primero corresponde a la sustitución de palabras por emoticonos.
La definición más elemental de palabra indica: «Unidad léxica constituida por un sonido o conjunto de sonidos articulados que tienen un significado fijo y una categoría gramatical». En tanto, de emoticono se dice que «es una secuencia de caracteres que, en un principio, representaba una cara humana y expresaba una emoción. Posteriormente fueron creándose otros emoticonos con significados muy diversos».
Se colige entonces que la diferencia entre palabra y emoticono radica en el significado, en la categoría gramatical y, en consecuencia, en la precisión de lo que se quiere decir o expresar.
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Según diversos autores, se considera que en la actualidad hay unos 1,500 emoticonos entre operativos y por implementar. Nada grave sería de no ser porque estas grafías están sustituyendo las palabras en el lenguaje escrito de muchos niños y jóvenes.
Aclaro que no se trata de entrar en ruta de colisión con esos caracteres muy del siglo XXI. Pero sería ideal que los niños y los jóvenes, a más de saber acerca de esos 1,500 emoticonos, supieran a cabalidad 1,500 palabras más de las que ya conocen.
El segundo corresponde a la necesidad de recuperar el diálogo oral y personal.
Coincidimos con un compañero de infancia en que tres minutos de diálogo personal diariamente (aunque sea por vía telefónica) valen más que una veintena de mensajes de texto, pues la falta de diálogo íntimo nos está convirtiendo en una masa humana amorfa y solitaria en la que pareciera que el afecto y el amor ya no tienen cabida.
El diálogo personal nos acerca al comienzo de una amistad y a su posterior fortalecimiento, provee regocijo, genera entendimiento y nos aprovisiona de esperanza.
A manera de conclusión, creo que, si como padres de familia y como educadores salimos asertivamente al paso de estas ventoleras, habremos recuperado cierto nivel de humanización que hemos perdido en las últimas tres décadas. Y —a guisa de broma que no lo es tanto— habremos evitado volver a la escritura cuneiforme.
Hasta la próxima semana si Dios nos lo permite.
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