Michael Shermer, quien se considera a sí mismo como un escéptico, publicó recientemente un libro titulado The Believing Brain. From Ghosts and Gods to Politics and Conspiracies. How We Construct Beliefs and Reinforce Them as Truths. (Times Books, Nueva York, 2011). En este explora por qué, a pesar de los grandes avances científicos, las personas seguimos creyendo en tantos mitos, desde aquellos de tipo religioso hasta lo que llamaríamos ideologías políticas. Su respuesta es la siguiente:
«Nosotros formamos nuestras creencias a partir de una diversidad de razones subjetivas, personales, emocionales y psicológicas, en el contexto de entornos creados por nuestra familia, amigos, colegas, cultura y la sociedad en su conjunto. Después de formar nuestras creencias, las defendemos, justificamos y racionalizamos con una gran variedad de razonamientos intelectuales, argumentos y explicaciones racionalistas. La creencia nace primero, y después vienen las explicaciones de la creencia. Yo denomino este proceso realismo dependiente de la creencia, donde nuestras percepciones de la realidad dependen de las creencias que tenemos sobre ella. La realidad, por supuesto, existe independientemente de la mente humana, pero nuestro entendimiento de ella depende de las creencias que tenemos como ciertas en determinado momento». [Mi propia traducción del autor, p. 5].
Shermer explica que este realismo basado en creencias es el resultado de un sesgo cognitivo que tenemos como especie. El Homo sapiens tiene un cerebro que funciona como una máquina que genera creencias: recibimos datos por medio de los sentidos, y el cerebro empieza automáticamente a buscar patrones, tendencias o regularidades en esos insumos sensoriales y luego les adjudica algún sentido. Esta característica, posiblemente surgida gracias a la selección natural y fundamental para la sobrevivencia en entornos hostiles y poco predecibles, hace unos 200 000 años (o muchos más, si fue adquirida por nuestros ancestros evolutivos), condiciona nuestro cerebro a que tenga la predisposición para encontrar patrones en datos que pueden o no tenerlos. También tiene la tendencia a otorgar sentido, intencionalidad o agencia a dichos patrones, los tengan o no. Como diríamos en Guatemala, siempre andamos atando cabos y buscándole tres pies al gato.
Un ejemplo de este sesgo cognitivo es el provocado por un módulo del cerebro especializado en el reconocimiento de rostros de personas, crucial para saber quiénes son nuestros amigos o enemigos o con quiénes podemos contar en el futuro dados sus antecedentes de conducta cooperativa. Este algoritmo de nuestro cerebro, que recibe la información por medio de la vista, nos hace ver caras por todos lados: en la superficie de Marte, en una candela derretida o en un panal de abejas. No las imaginamos. Las vemos, pero no son caras, sino un patrón que se les asemeja. Luego, según el contenido de nuestras propias creencias religiosas, por ejemplo, hablamos de un milagro y le atribuimos algún significado trascendental.
Este sesgo cognitivo de ver la realidad con los anteojos de nuestras creencias preconcebidas podría estar detrás de la incredulidad, en algunos, o de la negación, en otros, sobre el descenso en las tasas de violencia homicida en Guatemala en 2010 respecto al 2009 y, en lo que va del año, del 2011 con relación al 2010. Como lo he explicado antes, la tasa anual de homicidios descendió de 46 a 41 por cada 100 mil habitantes de diciembre de 2009 a diciembre de 2010, según cifras de la PNC. En el presente año llevamos 267 muertes menos que en 2010, según los registros del Inacif al 30 de septiembre. Esta es la realidad que los números fríos reflejan. Para quienes ven una tendencia contraria en el sentido de que siempre estamos empeorando en el principal indicador de violencia, cada hecho sangriento reportado por los medios de comunicación será una reafirmación de su creencia, pero ello no afecta la realidad.
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