En efecto, puede argumentarse con legitimidad que la problemática sobre la naturaleza humana muere con la desaparición del mundo greco-romano y el anclaje que los medievales habían hecho, substancialmente en Platón y Aristóteles. Los clásicos más contemporáneos a nuestra línea histórica argumentarán que la transformación de las condiciones socioeconómicas permiten la modificación radical de la conducta del individuo; que la transformación y accesibilidad a los satisfactores materiales básicos es lo que permite la evolución del behavior del sujeto. Si esto resulta cierto —y en buena parte lo es— la discusión sobre los problemas de la naturaleza quedan descartados. Esta afirmación encuentra una corresponsabilidad empírica. No es lo mismo las actitudes y valores del Japón feudal que el moderno Japón. No es lo mismo la Suecia de inicios del siglo XIX que la actual democracia y Estado benefactor sueco. No es lo mismo la España anterior a la Guerra Civil que la actual España.
Si en efecto encontramos una modificación de acciones, valoraciones y estructuras de comportamiento a lo largo de un espacio temporal determinado, no solamente afirmamos que la naturaleza del hombre no existe como tal, sino que además en caso de existir algo tal cual es una naturaleza no rígida. Sustituyamos, entonces, el vocablo naturaleza por ethos. Este término, comprendido por los antiguos cómo el espíritu de grupo, pasa a ser entendido por la sociología weberiana como la ética. El marco de medición y definición de las acciones (colectivas o individuales) pasará, entonces, por la ética a la cual el grupo determinado se adhiere.
No pretendo aquí realizar un recordatorio de los diferentes paradigmas éticos. Pero si quiero retratar una serie de comportamientos concretos del debate guatemalteco y tratar de retratarlos tal cómo aparecen.
Vea usted. Cuando el escándalo Rosenberg estalla, la suma de las protestas de la “marea blanca” pide a voces la salida del presidente de la República, sin reparar en que un video póstumo no es suficiente prueba acusatoria y que, además, es necesario primero vencer en juicio para declarar la culpabilidad. Pero en tal coyuntura, la “marea blanca” no acepta el argumento del respeto a la institucionalidad. Hoy, ante la precandidatura de Sandra Torres de Colom, de pronto y de la nada, se articula el discurso que exige respetar la Constitución y la primacía de determinados artículos. Argumento por demás ridículo, pues el mismo grupo que ha convocado a la manifestación del 20 de marzo frente a la Corte la Constitución lo integran quienes en un momento concreto quisieron llevar a cabo un golpe de Estado técnico.
Defender la Constitución completa, reza el argumento de quienes se oponen a la candidatura de Sandra Torres, pero éste es el mismo grupo que protesta por la existencia de beneficios sociales y garantías laborales en el documento constitucional. Dudo que la derecha convoque a una manifestación en defensa de la Constitución Política de la República de Guatemala —enterita— donde se exija el cumplimiento del artículo 186 y, además, el cumplimiento del artículo 71 y del artículo 102, que podemos resumir en el derecho al trabajo y a la educación. ¿Que quién tiene la obligación de darnos trabajo y educación? ¿Que sólo los derechos de primera generación son realmente derechos? Vale un comino, la Constitución los garantiza. ¿No se defiende así el 186? ¿O acaso quienes hoy se oponen a la candidatura de Sandra Torres aceptan la argumentación en cuanto a que la coyuntura de la Guatemala de 1985 no es la coyuntura de la Guatemala actual? ¿Acaso aceptan el punto en cuanto a que en 1985 la alternancia política no era una realidad, situación que hoy en Guatemala ya no es una carencia? ¿Y que, en efecto, el artículo es violatorio de derechos políticos y humanos?
Por años, el discurso libertario ha hablado de la República, donde no queda claro qué es en sí lo público, pues todo lo han privatizado, desde los teléfonos a las elecciones. Por años han defendido el modelo republicano y senatorial romano, por años han elogiado el discurso político de Cicerón, sin reparar en el pequeño detalle en cuanto a que cada senador romano llegaba a tener 400 esclavos pagados por el erario. Por años los libertarios han defendido los escritos del Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, sin reparar el contenido elitista de sus escritos. Al escribir sobre la transición de la República al Imperio, Montesquieu afirma que si César y Pompeyo no hubieran trabajado para usurpar el gobierno de la República, otros hombres lo habrían hecho. La causa no fue la ambición de César o Pompeyo, sino la ambición natural del hombre. Poco dice Montesquieu sobre los excesos de la Roma República y los muchos vejámenes del estamento patricio hacia los plebeyos. Poco dicen los libertarios sobre la escueta crítica de Montesquieu (en las Cartas Persas) a los excesos del Ancíene Regime. Pero Montesquieu resulta el as bajo la manga para afirmar que la ley aunque escrita, puede o no ser justa y que el espíritu de la ley trasciende la normativa escrita. Por años los libertarios han predicado la distinción entre el Estado de Derecho y el Estado de Legalidad. Y hoy, para oponerse a la candidatura de Sandra Torres de Colom, recurren a la defensa de la letra muerta, firmada y sellada. La ley es ley porque está impresa. Las privatizaciones, aunque oscuras y corruptas, fueron defendidas por su enorme beneficio. ¿No se podría argumentar lo mismo sobre los programas sociales que a todas luces han sido menos corruptos?
Vaya ethos del debate guatemalteco, injusto, pero además, hecho a la medida personal. A mí Sandra Torres de Colom no me simpatiza. Hacer campaña proselitista siendo esposa del presidente y luego solicitar el divorcio, tampoco habla bien. (¿Dejará la Casa Presidencial?) Pero algo tengo que reconocer: en el debate guatemalteco no hay mesura ni ecuanimidad. Discutir estos puntos es como intentar darle de comer al Cerbero o jugar pelota con la Quimera. La verdad, la institucionalidad no le importa a nadie.
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