Nos agarró (al mundo entero) por sorpresa. Poco a poco nos fuimos adentrando en temas que antes desconocíamos, desde cómo se propagaba el virus hasta qué pruebas y medicamentos estaban siendo probados. Nuestro vocabulario cotidiano se llenó de conceptos y palabras nuevas. Aplanar la curva sonaba erótico al principio, pero pronto entendimos que era una estrategia de salud. Rápidamente empezamos a hablar con propiedad de las pruebas molecular, de antígeno y de anticuerpos, como si se tratara de una prueba de embarazo. Los falsos positivos y los falsos negativos, el tamizaje de casos, el rastreo y un montón más de palabras vinieron a adornar nuestra forma de hablar.
Pero no solo enriquecimos el lenguaje y aprendimos un poquito de epidemiología. También nos llenamos de protocolos (por cierto, otra palabra que se nos vino a colar; antes estaba restringida al mundo de la diplomacia y ahora la vemos en cualquier parte). Todos tenemos y seguimos protocolos para entrar en casa, en el banco o en el supermercado y salir de estos. Tenemos protocolos para hablar, estornudar y lavarnos las manos; protocolos para ponernos y quitarnos la mascarilla, hacer la cola en el cajero y hasta caminar en la calle.
De un momento a otro el mundo nos dio la vuelta y la cosa aún no acaba. Como todo, al principio aquellos cambios eran novedad y los asumimos con paciencia y gracia. Hasta las cuarentenas parecían interesantes. Teníamos más tiempo para leer, aprender un baile, compartir tiempo con la familia, etc. Pero nadie nos avisó que eran 12 meses o más de cuarentenas, mascarillas y protocolos. Peor aún, nadie se imaginó tanto tiempo sin trabajo, sin ingresos y sin esperanzas.
La idea de convivir con el peligro de un virus que está en cualquier parte y que nos amenaza con la muerte espanta. Pero también espantan el hambre y la angustia de no poder pagar el alquiler de la casa ni el colegio de los hijos. Espanta perder lo poco o mucho que hemos acumulado. Para algunos (muchos, quizá) la decisión está entre morir de una o morir a plazos. Somos de los países sin protección social universal, que tienen que hacer malabares con cierres a la Tortrix y dar ayuditas que llegan a unos cuantos.
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En esas condiciones había que abrir el país. Era inevitable. Las autoridades de salud, atendiendo a los modelos predictivos de la Universidad de Washington, que proyectan cantidad de contagios, optaron por la estrategia del semáforo, que ya ha sido aplicada en otras latitudes. Entre sus cálculos están las pocas capacidades que se han ido generando, las 2,800 camas de hospital, las 600 unidades de cuidados intensivos, los laboratorios para procesar las pruebas y los nuevos hospitales. La apuesta es que este sistema aguante con los contagios que traerá el reinicio de actividades. La apuesta es riesgosa y de ahí la desconfianza. ¿Serán suficientes las camas y las unidades de cuidados intensivos?
Todo parece tan endeble, sobre todo porque sabemos de qué lado cojeamos: la falta de institucionalidad, la incapacidad e inexperiencia de la burocracia, la avaricia de algunos líderes que no ven más allá de su bolsillo y, por supuesto, la falta de credibilidad en las autoridades. Habrá más contagios y más muertes: eso también lo predicen los modelos estadísticos.
Razones para la desesperanza nos sobran. Sin embargo, yo quiero pensar que lo podemos lograr. Confío en que una buena parte de la población (ojalá más de la mitad) seguirá los hábitos a los que nos han acostumbrado (el uso de la mascarilla, lavarnos las manos, toser en el codo, guardar la distancia) y los protocolos en que nos han adiestrado. Confío en las autoridades de salud y en el doctor Asturias (incluso con su imagen desgastada), en su capacidad técnica y humana. Confío en el esfuerzo y la entrega de los médicos, las enfermeras y el personal de los hospitales, que seguirán dando el máximo.
Aunque el miedo tenga más argumentos, seguiré eligiendo la esperanza.
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