Los dos primeros implicaron a las mismas personas, José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez, jefe de Estado y director de Inteligencia militar, respectivamente, en julio y agosto de 1982, período que cubre ese proceso. En la primera ocasión, Ríos Montt fue sentenciado a 80 años de prisión por delito de genocidio, en tanto Rodríguez Sánchez fue absuelto. Debido a una resolución prevaricada de tres magistrados de la Corte de Constitucionalidad que presidía Héctor Pérez Aguilera, el proceso debió retroceder a etapas ya superadas. Fue, pese a lo ilegal, el camino que Pérez Aguilera y los magistrados Alejandro Maldonado y Roberto Molina Barreto encontraron para ofrecerle impunidad a Ríos Montt.
Aunque ante la falta de apelación quedó en firme la primera sentencia, el juicio debió repetirse. En una segunda oportunidad, tampoco hubo absolución para Ríos Montt. El general y exjefe de Estado se vio ligado a proceso y en prisión domiciliar debido a su estado de salud y falleció mientras el juicio se llevaba a cabo. Es decir, el pueblo ixil logró probar en dos ocasiones previas que hubo genocidio y logró también que esta verdad se judicializara mediante la resolución de dos tribunales distintos.
Ahora, por tercera ocasión, el pueblo ixil de los municipios de San Juan Cotzal, Santa María Nebaj y San Gaspar Chajul acude a las cortes para probar, por tercera vez, que el Ejército de Guatemala cometió actos de genocidio. En esta ocasión, en el banquillo de los acusados del Juzgado de Mayor Riesgo A se encuentran Benedicto Lucas García, exjefe del Estado Mayor General del Ejército; César Octavio Noguera Argueta, exjefe de Operaciones de la misma entidad, y Manuel Antonio Callejas y Callejas, exjefe de Inteligencia Militar.
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En la narración de los hechos durante las audiencias de imputación le tocó el turno a Lucas García, cuyo hermano, Fernando Romeo, ocupaba la presidencia entre agosto de 1981 y marzo de 1982, cuando se produjeron los hechos denunciados. Los representantes del Ministerio Público (MP) narraron acciones criminales de tal nivel de crueldad que incluyen el hecho de que unos jóvenes fueron forzados a cavar zanjas dentro de las cuales después fueron lanzados sus propios cuerpos sin vida. Asesinatos, tortura, apuñalamiento de niñas y niños, violación sexual de mujeres y el incendio de viviendas ocupadas en aldeas de San Gaspar Chajul son algunos de los hechos horrorosos que han sido narrados.
Hechos que marcan un rastro de sangre dejado por la acción contrainsurgente de un Ejército que sigue siendo incapaz de reconocer sus crímenes. Por ello es que desde los mismos imputados, así como desde sus abogados y acompañantes, se gestan actos hostiles contra quienes ejercen su legítimo derecho a la búsqueda de justicia o contra quienes, también en ejercicio de su derecho, acompañan solidariamente a las víctimas.
Los tres militares retirados que ahora enfrentan la justicia son hombres mayores, como también lo son muchos de los testigos y sobrevivientes. La diferencia entre ambos grupos es que, mientras los acusados vivieron en impunidad, las víctimas y los sobrevivientes siguieron en una vida de exclusión, pero de digna recopilación de evidencias en espera del momento de la justicia. Y el cúmulo de dignidad del pueblo ixil alcanza para que los hoy sindicados disfruten de las garantías procesales que en su actuación criminal negaron a sus víctimas hace cuatro décadas.
El momento de la justicia ha llegado. El rastro sangriento que dejó la actuación de Lucas García, Noguera Argueta y Callejas y Callejas con la muerte y la desaparición de más de 1,400 víctimas de estos hechos es hoy reconstruido con la narración de los hechos y quedará plasmado en la resolución judicial. Y esta probará que los actos de genocidio respondieron a una política de Estado ejecutada a lo largo de varios gobiernos militares como eje transversal de su estrategia de racismo contrainsurgente.
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