En la portada el libro Racismo reinstalado aparece una persona recostada en posición fetal con el cuerpo entero cubierto por textiles tradicionales. Una imagen que representa en buena medida cómo opera el racismo: vulnera a la persona ocultando su identidad –dejándola sin nombre ni rostro– debajo de prejuicios y estereotipos. No es posible nombrarlas ni reconocerlas, si mucho identificarlas por lo que las cubre. Marlon Urizar en su libro hace referencia a los fantasmas, espectros que suplantan a las personas reales cuyas experiencias en la vida ordinaria se traducen en situaciones de indiferencia, humillaciones, percepciones distorsionadas, indigencia.
Urizar explica que este nuevo racismo es difícil de reconocer puesto que se trata de «un racismo sin raza» en donde desaparecieron «las retóricas sobre la idea de raza», pero no «las jerarquías sociales fundadas en ella». Por lo tanto, el filósofo sugiere abandonar la búsqueda del racismo en los discursos para centrarse en las experiencias cotidianas, en las discriminaciones y vulneraciones que experimentan quienes sufren racismo. Por ello sugiere establecer la dignidad como parámetro con el que se reconocen actos y actitudes racistas. En otras palabras, el racismo contemporáneo, que continúa la división entre comunidades superiores e inferiores, ya no requiere del eje racial fenotípico, al menos de manera explícita, sino que se desplaza a un eje de desarrollo y subdesarrollo perpetuando las diferencias establecidas anteriormente por el racismo clásico.
El manto que encubre a las personas –los fantasmas– proviene de los estereotipos adjudicados a ciertas comunidades. Estas imágenes distorsionadas, como el de las comunidades percibidas esencialmente subdesarrolladas, ya sea culturalmente atrasadas o ignorantes, funcionan como «explicaciones» de su marginalidad que, sin embargo, oblitera procesos históricos que subyacen. En ese escenario las comunidades hegemónicas se yerguen como las desarrolladas, las que naturalmente poseen autonomía y razón y que por tanto se justifica la imposición de su criterio sobre otras comunidades. Los mantos también afectan las relaciones entre miembros de comunidades distintas y navegan entre la desconfianza y la sospecha, anulando así la posibilidad del reconocimiento, una convivencia entre fantasmas sin nombre ni rostro, extraños que pueden ser una amenaza.
Racismo sin raza, racismo cultural, racismo que segrega por pertenencia comunitaria, pertenencia que reparte atributos positivos y negativos a grupos con los que luego se asignan o justifican roles y posiciones sociales, unos de mando y otros de servidumbre. Las comunidades diferentes son percibidas como masas indiferenciadas que no poseen autonomía ni individualidad, y por lo tanto necesitan de tutelaje que funciona de justificación para la expropiación y explotación. A su vez, miembros de la comunidad hegemónica, ofrecen una trampa con la ruta de la asimilación, un camino al desarrollo, como si fuese el único y universal, con el que terminan reforzando las diferencias entre grupos comunitarios.
La asimilación oculta la trampa de reconocer la propia inferioridad y la superioridad ajena. Algunas personas podrán «adaptarse», arrastrando sensaciones de vergüenza, frustración, humillación, mientras quienes resisten se les toma por subversivos, violentos y resentidos, reforzando los estereotipos de ser comunidades adversas al desarrollo. Si se quiere pensar la realidad social, entonces, se deben considerar las jerarquías sociales e históricas sin obviar los privilegios raciales y sus consecuencias políticas, como la dominación, incluso la que se presenta como una propuesta del desarrollo.
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