La ciudad vivía en el pánico. O eso nos ha querido hacer creer la historiografía liberal posterior, empeñada en denigrar a Carrera y en presentarlo como un salvaje iletrado, como un semiindio de instintos asesinos, pero de actitudes infantiles y caprichosas, justamente parte de las características que se les endilgan, desde el discurso racista, a los pueblos indígenas. Qué casualidad, ¿verdad?
Ahora se escuchan expresiones como «¡Ay, los indios van a venir a matarnos!»; «¡Ve! Siempre nos han visto con rencor y resentimiento», y otras que emergen de las capas medias ladinas, pero también de las élites. En una entrevista, Marta Elena Casaús mencionó que el indígena es la maldición de las élites oligárquicas guatemaltecas: su mayoría demográfica, su conservadurismo cultural y su complejidad como sociedad siempre han significado un recordatorio de la precariedad de la hegemonía y el poder de aquellas, los cuales se han sostenido —desde el siglo XVI, y particularmente desde finales del XIX— a través del autoritarismo, la violencia y los procesos de eugenesia y ladinización que se vienen efectuando desde finales del siglo XVIII y que vieron su consolidación después de 1871.
Culturalmente hablando, la violencia institucionalizada se ha ejercido siguiendo una sola dirección: desde los españoles-criollos-mestizos hacia los pueblos indígenas. ¿Ha habido rebeliones indígenas? Sí. ¿Ha habido ataques a no indígenas en comunidades indígenas? Sí. Pero enfocarse en ello sin comprender la complejidad y la profundidad histórica de estos fenómenos (y, de paso, ignorando toda la violencia —física, material, religiosa, cultural— de los no indígenas hacia los indígenas, que, además de estructural, es permanente) es también una forma de blindaje de discurso y de conciencia. Todas esas formas de violencia son las que denominamos racismo y no solo tienen la característica de ser cotidianas, sino que implican subordinaciones múltiples. No son insultos esporádicos o exclusión de algunos pocos espacios y momentos, sino una lógica permanente, además de estructural (es decir, que se ejerce desde estructuras sociales como el Estado o sectores específicos).
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No existe el racismo inverso. Lo que existe, en momentos y situaciones puntuales, es discriminación, que no necesariamente implica subordinación y menos violencia (o una muy superficial). Discriminar es un fenómeno netamente humano y, repito, no necesariamente implica violencia, pero sí clasificación y jerarquía. El discurso del racismo inverso se utiliza en Guatemala —y en muchos lugares— cada vez que todos aquellos que han tenido más privilegios son eventualmente cuestionados, ridiculizados y —muy pocas veces— atacados por su diferencia cultural. Pero, al no ser un fenómeno estructural ni uno que implique subordinación, no es racismo.
El discurso del racismo inverso se utiliza para justificar antiguos temores y odios contra los pueblos indígenas guatemaltecos. El temor a que el indio baje de la montaña (¿una reminiscencia de los montañeses de Carrera?), a que se voltee la tortilla, al exterminio étnico, a la pérdida de los privilegios de las élites y de los supuestos privilegios (que tampoco son tantos) de los mestizos y a que surja una nueva sociedad —o a que se reconstruya la sociedad prehispánica, como alucinan algunos— lleva a estos grupos no solo a criminalizar cualquier acción reivindicativa —discursiva o práctica— de individuos y de comunidades, sino a llamar al uso de la violencia —esa sí estructural— contra aquellos que osan cuestionar la estructura estamental guatemalteca.
Y, sí, entre 1838 y 1840, Carrera —y su ejército de ladinos, xincas y poqomam— no solo hizo prisioneros a los criollos de la élite capitalina, sino que estuvo varias veces a punto de exterminarlos como grupo. Una verdadera guerra de castas (como la posterior en Yucatán), que, de haberse consumado, habría cambiado para siempre el rumbo de la historia de lo que hoy es Guatemala: lo sucedido en Quetzaltenango entre 1840 y 1848 lo comprueba. Pero Carrera pactó con las élites y utilizó su poder de casta y económico para sus propios fines hasta su muerte en 1865. Lo demás ya lo conocemos.
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