Los chistes racistas reproducen los valores que sustentan un modelo de dominación patriarcal, etnocéntrico, machista, monorreligioso, occidental y materialista y colocan a grupos humanos como menos aptos o más aptos según la dimensión de lo que se considere como variable en la escala de privilegios. Así las cosas, un mestizo (que curiosamente llega a ser presidente de un país por su popularidad mediática) que se pinta la cara de negro y finge el acento estereotipado se convierte en un payaso que busca ser jocoso en sus chistes al representar a un personaje diferente. Diferente a lo aceptado, a nosotros los normales. Más bien a la imagen que se nos vende de nosotros. A la identidad que se pretende imponer como lo normal. A nadie le da risa ver a un canche diciendo tonterías porque los blancos no son ni tontos ni ignorantes. De hecho, los hombres blancos, urbanos y de negocios son todo lo contrario: la viva imagen de éxito, de poder y de riqueza. (Teclee «éxito» en Google Imágenes para hacerse una idea). Tanto así que merecen ser representados en un monumento, ese que emerge de la ciudad de los exitosos y prósperos, la ciudad que es también blanca y vacía. La ciudad exclusiva y excluyente. Esa que para erigirse destruyó uno de los últimos ecosistemas urbanos y lo sustituyó por insípidas y frías tortas de cemento.
En la ciudad blanca sobresalen el monumento a una batidora y estatuas de niños con rasgos europeos tocando flauta dulce y leyéndole al gigante urbano y blanco, como la ciudad privada que le dio el espacio para despertar. Ah, el poder de la semiótica. En la ciudad blanca sobresale una iglesia que pretende imponerse sobre cualquier otro edificio, incluso por encima de la exclusiva logia masónica que allí se sitúa. También se encuentra la incubadora republicana y ultraconservadora de futuros funcionarios públicos, burócratas y políticos que al llegar al poder buscarán replicar ese modelo patriarcal, etnocéntrico, exclusivo y materialista para hacerlo sostenible en el tiempo. Incubadora, por supuesto, financiada por una élite de empresarios y hombres de negocios que casualmente son blancos y urbanos, igual que el gigante.
¿Hasta dónde pertenecer a una construcción social de un grupo humano condena o privilegia a una persona a formas exclusivas de participación en la economía? Un joven vendedor de tortillas vestido de corbata es sinónimo de superación, pero si es mujer indígena simboliza pobreza. ¿Cómo los estigmas raciales y de clase favorecen el fracaso o éxito económico en ciertos grupos humanos? La ciudad blanca propicia y reproduce implícitamente esos estigmas. Las estatuas de niños blancos y con rasgos europeos, tiendas que se mercadean en inglés o un gigante que representa los privilegios construidos, heredados y consolidados hacen que el racismo, la discriminación y la exclusión sean implícitos, sutiles y constantes.
¿Acaso ya olvidamos el caso de quien le dio honra al país en el extranjero al ganar una medalla de oro, pero no tenía por qué estar paseando en la ciudad blanca? ¡Allí gente como él solo puede vender habas!
La evidencia es contundente: la igualdad de derechos te hace parte de la ecuación productiva. Las inequidades y la discriminación social te dicen dónde debes ubicarte dentro de esa ecuación.
El racismo implícito y la exclusión subyacente están presentes en Cayalá desde su estructura físico-arquitectónica. Está presente en las políticas de Estado. Está presente en la estructura del modelo económico y en la educación formal, aun postsecundaria, en algunos centros de estudio. ¿Cómo abordamos ese tema? ¿Es ilegal? ¿Es inmoral? ¿Es justo? ¿Es el precio de la libertad que en un mismo país nos segreguemos en guetos físicos e ideológicos, pero luego, al evidenciarlos, se arme el escándalo de que fulano o mengana hizo un comentario racista o discriminador? Perdón, pero la discriminación y el racismo no son necesariamente comentarios aislados con cuya censura baste. La exclusión y el racismo se respiran en cada esquina de Guatemala. Y eso es lo que debemos erradicar.
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