Desde hace varias décadas, un sinnúmero de estudiosos han puesto el grito en el cielo sobre la paulatina erosión de la democracia estadounidense, producto de la devaluación de lo público, la facilidad con la que los grupos económicos más poderosos financian las campañas electorales y mercantilizan las agendas legislativas, la polarización ideológica y la banalización de instituciones que tradicionalmente han gozado de autoridad y de legitimidad.
La confianza en la sociedad civil y la habilidad de colectivos para organizarse voluntariamente como motor para participar, preservar y fortalecer la democracia (así como la apreciaba Alexis de Tocqueville en su «Democracia en América») se encuentran en franco declive. La insurrección pro Trumpista y el fallido golpe que presenciamos el año pasado en el Capitolio, ilustran hasta qué punto las instituciones democráticas están despojadas de sentido y contenido en un contexto en que buena parte de la población está más conectada a realidades virtuales, clamando un orden más autocrático y legitimando la violencia frente a supuestas amenazas a una noción idílica y desfasada de la sociedad estadounidense.
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La académica Barbara Walter define esta fase intermedia entre democracia y autocracia como «anocracia», con el riesgo de que en ese ínterin se produzca una guerra civil. Walter identifica un advenimiento de fracciones de tipo étnico/racial; la asunción de un «emprendedor étnico» que las azuza, y a las redes sociales como aceleradores de esta conflictividad que puede devenir en una confrontación más violenta. A raíz de lo presenciado en el Capitolio y que cumple con los criterios de marras, y dado lo laxas que son las leyes para adquirir armas, este escenario no parece tan descabellado. De hecho, las confrontaciones violentas de 2017 en Charlottesville, Virginia, provocadas por similares hordas de extrema derecha y de la supremacía blanca y condonadas por el derrotado expresidente Trump, fueron la antesala de ese fatídico 6 de enero.
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Y es que los estadounidenses tienen una especial adicción a las armas y a facilitar su uso basado en la segunda enmienda constitucional sobre el derecho a portar armas, y no así a expandir el derecho al voto y mejorar los canales de participación electoral. Los esfuerzos en varios estados por permitir que las personas puedan adquirir armas y portarlas sin permiso en lugares públicos son cada vez más prominentes, como en Texas. Mientras tanto, en casi la mitad de los estados (19 en total), las legislaturas estatales han pasado 34 leyes que hacen más difícil ejercer el voto, restringiendo el acceso a las urnas, particularmente a las personas de color y de bajos ingresos.
En la actualidad, quizás una confrontación con Rusia ante su potencial invasión a Ucrania suene más inminente que una guerra civil entre estadounidenses. Sin embargo, es evidente que existe una tensión latente entre dos garantías constitucionales tan opuestas y que tienen en jaque la cohesión social estadounidense.
La solución para resucitar la democracia, como aducen muchos, no pasa exclusivamente por lo económico y seguramente tampoco porque la ciudadanía se convierta en el nuevo Leviatán. La recuperación de la democracia pasa por más política y mejor gestión de la democracia. Es decir, por reformas federales a la ley electoral para garantizar el voto universal, la eliminación de los colegios electorales, cambios al financiamiento político, y el proceso de rediseño de distritos electorales cada diez años.
Más importante aún es hacer que el gobierno responda mejor a las necesidades de los ciudadanos más vulnerables para expandir sus capacidades, para crear condiciones de igualdad y equidad independientemente de sus circunstancias económicas y sociales; para nutrir, según observaba de Tocqueville hace casi dos siglos, ese músculo cívico-político que sostiene a regímenes democráticos.
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