La oposición política, que realiza labores de auditoría ante las generosas cucharadas sacadas de la olla sin fondo del endeudamiento público, de manera incierta y con escaso reflejo en el abastecimiento de hospitales, en el equipamiento médico y en las pruebas de detección, sigue siendo un estorbo que se ha transformado en ese enemigo predilecto en el discurso.
A esta se suma alguien que se ha hecho más visible en cada cadena: el guatemalteco inconsciente que no acata restricciones, que abarrota las tiendas; el necio que sale a aglomerarse en los mercados. Toda ese gente que con la insensatez en la frente y un trapo de tela a guisa de mascarilla sale a pedir ayuda o a medio ganarse el plato de comida del día: todos ellos son quienes se empeñan en estropear el traje pulcro de alumno aventajado con el cual el Gobierno se autocondecora por lo que considera su manejo ejemplar de la pandemia. No parece que sean ellos los receptores activos de ese discurso.
Pero el discurso siempre tiene un destinatario. Siempre hay alguien para quien el mensaje tiene sentido. Y hay un evidente marco ideológico referencial desde el emisor hasta el receptor: un marco común de entendimiento ideológico. El discurso recrea y confirma nuestros propios prejuicios, y esto aumenta exponencialmente cuando el discurso proviene de una fuente de autoridad con quien empáticamente nos identificamos.
Como no podía esperarse de otra manera, el interlocutor político de estas arengas presidenciales es la Guatemala del privilegio, la misma que se mantiene indiferente frente a otras tragedias cotidianas. Y al final el discurso no es otra cosa que un mensaje del tipo «sálvense ustedes, los que pueden; si no lo logramos, es por culpa de ellos, los necios, los que no son como nosotros».
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El discurso de salvación va dirigido a un reducido grupo de la población e implícitamente redireccionado contra la Guatemala de a pie y sus aliados coyunturales, que siempre han estado desprotegidos, mucho antes de la pandemia: la gente de los mercados, los agricultores que exigen que no se interrumpa el abasto. Todo ello, para condicionar nuestra actitud contra estos necios a quienes el mismo Estado siempre ha ignorado y a los que ahora les ordena a gritos que obedezcan. ¿De cuándo acá ese Estado que nunca ha existido para ellos ahora les exige tanto? Ese extraño que entra en su casa para interrumpir el exiguo bocado en la mesa le pide que no haga lo que hace cuando las acciones de él se remiten únicamente a intentar sobrevivir ante la situación que, gracias al Estado que tenemos, agudiza su subsistencia.
Este discurso no refleja más que la exclusión de quienes siempre han sido relegados a la ausencia, excepto cuando aparecen en la picota como responsables de la expansión del mayor de los miedos instaurados en la psique del guatemalteco. Momento. Debemos detenernos. ¿Es en verdad el covid-19 el mayor de los temores? ¿Y de qué guatemaltecos hablamos? Pareciera que, en esta imagen de la realidad, el mundo prepandemia era el mejor de los mundos posibles y la gente carecía de incertidumbre por el mañana. Frente al hambre y al desempleo, lo que la pandemia actual apenas hace es, como ya se ha dicho, mostrar la verdadera realidad de nuestro país: esa realidad que no se puede barrer debajo de la alfombra con discursos que trivializan o descalifican sus necesidades y, por ende, su lógica de actuar ante las restricciones gubernamentales.
Cuando criticamos al otro, al diferente, al que no se puede quedar en casa con todo y las medidas de distanciamiento social, no deberíamos dejar de escuchar y observar a nuestro alrededor. Y no solo eso: debemos salir de nuestro entorno referencial y entender las otras realidades, las que no están contenidas en los discursos oficiales, al que teme por cosas que nosotros damos naturalmente por sentadas (el pan, el cobijo, el trabajo). Y nosotros, en nuestro discurso, ¿a quién le hablamos?
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