Me parecía que los dichosos de mis compañeros tenían más permiso de ser ellos mismos, de actuar espontáneamente, de decir lo que pensaban. Desde mi perspectiva, se la pasaban mejor que yo. Era mucho más divertido ser hombre en el mundo en el que crecí. Según yo.
Tengo dos hijos hombres, y muchos de mis pacientes en la clínica lo son también. Esto me ha permitido acercarme al mundo interno masculino, ver de cerca las circunstancias en las que les toca crecer. Cuánto daño les han hecho los estereotipos respecto a la masculinidad, pienso mientras el hombre de casi dos metros de altura que tengo enfrente me relata lo difícil que fue para él el paso por la secundaria. Hemos dedicado sesiones enteras a hablar de lo que para él significa ser hombre. Todas las veces que tuvo miedo de no parecer lo suficientemente hombre ante sus compañeros por no jugar futbol, por no tener los mismos impulsos agresivos o por no querer molestar al bulleado de la clase. Su miedo a ser percibido como débil ha enterrado su dulzura y sensibilidad. ¿Cuánto de sí mismo ha dejado tirado en el camino por obligarse a ir al ritmo que dictan los otros? Si tuviera que nombrar el demonio más temido por los hombres en la construcción de su identidad, sería ese: el temor a no ser suficientemente hombres.
Si ya es difícil crecer en un ambiente que espera que seás hábil físicamente y que reaccionés de forma violenta como defensa, que no te dejés, las cosas alcanzan otro nivel cuando llegan la adolescencia y el despertar del instinto sexual. He escuchado una infinidad de relatos de hombres cuya iniciación sexual fue impulsada y apadrinada por otros hombres (amigos, familiares e incluso los mismos padres) haciendo expediciones a prostíbulos porque ya era hora de que el muchachito creciera. La mayoría de los relatos narran encuentros fallidos que han sido celosamente guardados como secretos vergonzosos. Ante sus amigos, lo esperado es que salgan pavoneándose de su recién estrenada virilidad. Se rifa una vez más qué tan hombre sos.
¿Hablar de esto con alguien? Impensable. De esas cosas no se habla. ¿A quién podría confesarle un muchacho, sin que se burlara a carcajadas, que, en lugar de excitación, lo que sintió fue un temor profundo de no conseguir una erección ante esa mujer desconocida, mayor, experimentada, y de las expectativas de una decena de cuates esperándolo a la salida?
Tampoco se habla del abuso infantil cuando la víctima es masculina. El abuso perpetrado por mujeres mayores que el niño sucede con mayor frecuencia que la imaginada. Estos niños, criados en un mundo cuyos mensajes van tejiendo desde muy temprano los nudos del machismo, no tienen derecho a nombrar aquello como abuso porque, después de todo, debería ser un privilegio y una señal de virilidad precoz que una mujer elija a un niño o adolescente para jugar de novios.
El término masculinidad nos remite con frecuencia —y casi siempre con razón— a una violencia en la que la mujer es la víctima, pero esta masculinidad ha sido tan violenta con los hombres como con las mujeres. Esto me parece esencial para comenzar a pensar en una masculinidad diferente.
Las cuatro paredes en las que trabajo intentan ser un refugio para ese hombre de casi dos metros, un espacio seguro donde llorar y dignificar su sensibilidad, donde reivindicar su derecho a la ternura. Hago todo lo que está en mis manos para que mis dos hijos sientan la confianza de expresar en palabras sus emociones, sean las que sean, para que ser hombres no los encapsule en una definición rígida y sin matices ni profundidad. Pero pienso fuera de estos círculos de intimidad, allí donde no hay lugar para cuestionar la masculinidad convencional, y me asusta que dejemos solos a los tantos hombres a los que la sociedad ha moldeado y dejado sin recursos para explorar otras formas de ser hombre.
Llevamos siglos reproduciendo el machismo entre nosotros. Transformarlo requiere que todos enfrentemos nuestros prejuicios, todos nuestros prejuicios.
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