No puede decirse en modo tajante que haya habido cambios profundos en la historia de la sociedad guatemalteca. Pero ¿acaso alguien los esperaba? En todo caso, habría que precisar con exactitud de qué cambios se está hablando.
Si de algún modo se esperaba una transformación radical del estado de cosas, ¡se era un iluso! O un desubicado. Lo que sucedió fue un despertar de las ideas políticas de la población —habrá que ver si mínimo o no, llamarada de tusa o no, quizá esperanzador a mediano plazo—. Lo que queda claro es que hubo un panorama nuevo: ¿se había visto alguna vez a jóvenes de la liberal universidad Marroquín junto a los revoltosos de la USAC?
Grafiquémoslo con un ejemplo puntual, muy elocuente: el lunes pasado, cuando la exvicepresidenta Roxana Baldetti se presentó a declarar a la torre de tribunales, algunos ciudadanos de a pie, al ver quién era el personaje en cuestión, comenzaron a increparla gritándole «ladrona» y «corrupta», pese a su nutrido grupo de guardaespaldas. Eso hubiese sido impensable un par de meses atrás.
¿Qué significa eso? Según cómo lo queramos ver, puede ser algo intrascendente. ¡O algo sumamente significativo!
Es cierto que la situación de exclusión social crónica del país, con más de la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza, según los parámetros fijados por Naciones Unidas (dos dólares diarios de ingreso), un 25% de ella analfabeta, con un alto porcentaje de trabajadores que no llega a cobrar el sueldo mínimo y con lacras como el racismo o el machismo patriarcal siempre presentes, no cambió. Para esa visión de las cosas, no importa el funcionario público venal del caso: hay infinidad de Baldettis aún. Y como van las cosas, seguramente no se van a terminar. Cambiarán los nombres, las caras, los estilos, pero la corrupción como cuestión endémica sigue firme, enquistada en la historia política. Solo basta mirar al respecto las campañas electorales, plagadas de hechos corruptos: se superan los techos presupuestarios fijados por las autoridades electorales, se otorgan vales canjeables, se prometen paraísos, se miente descaradamente.
Vistas así las cosas, toda esta movilización social no pasó de ser una moda sabatina de raigambre clasemediera, urbana, muy probablemente manipulada por algunos medios masivos de comunicación, sin proyecto político en definitiva. Incluso hay quien indicó, como dato significativo, que estas cruzadas anticorrupción comienzan curiosamente al mismo tiempo en los países (Guatemala, Honduras) de los que Estados Unidos está reclamando mayor transparencia para la puesta en marcha de la iniciativa Alianza para la Prosperidad. Y en Guatemala, el embajador de Washington tuvo severos conceptos respecto a la corrupción como el enemigo a vencer. ¿Coincidencia?
En otros términos, podemos estar ante una pura reacción visceral de la población, importante tal vez, pero sin posibilidades reales de transformar.
Eso es cierto, sin dudas. Pero tampoco puede decirse que la gente en la calle, definitivamente indignada, hastiada de tanta basura, no cuenta. Para muchos, el hecho de haberse permitido salir a protestar marca un cambio en su vida. Luego del miedo de décadas atrás, se vivió ahora un despertar. El ejercicio ciudadano de ir más allá del rutinario (e inservible) voto cada cierto tiempo mostró que existe un poder popular.
¿Cayó la corrupta exvicepresidenta por la movilización ciudadana? Sí y no. Seguramente hubo allí una movida política palaciega (para eso vino el vicepresidente estadounidense) y probablemente se utilizó el descontento ciudadano para amplificar la movida. Pero también la gente abrió algo los ojos.
La cuestión sería: ¿cómo hacer para mantener ese espíritu rebelde e ir más allá de la corrupción? Ojalá quienes lean esto tomen la pregunta como provocación para encontrar las respuestas.
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