Creo que lo lograron. No hubo día de ese año que Fulanito no llorara. ¿Cómo lo hacían? Golpes, apodos, burlas, refacciones robadas, cosas rotas… La lista sigue. La creatividad sobraba.
Tendríamos entre 14 y 15 años. Y aunque ahora, llegando a los 40, no hablamos mucho del tema, en alguna que otra reunión de promoción afloran anécdotas. Algunas despiertan risas y picardía. Otras son recordadas con una suerte de vergüenza solapada. Ninguno de los que en aquella época habrían sido tildados de bullies es hoy un delincuente ni nada similar. Estudiaron, trabajan, algunos formaron familias. Y estoy segura de que aquellos que tienen hijos no permitirán jamás que uno de los suyos pase por algo parecido. Pero, cuando recuerdo esta historia, no es en ellos en quien pienso, sino en los que supuestamente estaban a cargo de nosotros. ¿Dónde estaban los adultos mientras todo esto ocurría? Nuestros padres, los padres del chico que lloró cada uno de esos días durante todo un año, los maestros, las autoridades del colegio.
La investigación acerca del bullying afirma consistentemente que el fenómeno se debe entender e intervenir desde un enfoque sistémico, es decir, como una conducta que no concierne solamente a dos o tres chicos, sino a todo el sistema escolar, incluyendo, claro, a los padres. El bullying, definido por Dan Olweus en los 70 como una conducta de intimidación repetitiva e intencional entre pares, es un fenómeno social de incidencia casi inevitable: una dinámica de poder en la que el que se percibe a sí mismo como más fuerte ataca al que percibe como más débil. La nebulosa en que se encuentran los adolescentes intentando desarrollar su propia identidad y buscando sentido de pertenencia es caldo de cultivo para que este tipo de conducta florezca. Sin embargo, la intensidad y la gravedad de sus consecuencias están en manos de los adultos a cargo del sistema. Que unos chirices cuya maduración de la corteza prefrontal esté aún en proceso, tengan dificultades de autocontrol y muestren signos de egocentrismo y pobre empatía resulta, hasta cierto punto, esperado. Que los adultos alrededor se hagan de la vista gorda y no adviertan que se debe actuar ante las conductas agresivas, proveer de condiciones mínimas de seguridad y monitorear las consecuencias emocionales en los niños es inaceptable.
Hay algo evidente y vergonzoso en todo esto: no intervenimos en aquello que no consideramos problemático. Investigaciones acerca del bullying revelan que solamente con que los docentes puedan nombrar las conductas asociadas a este problema como algo que no es normal aumenta la probabilidad de que intervengan y, por lo tanto, de que disminuyan la frecuencia y la gravedad de estas conductas.
Hace 25 años había muy poca información al respecto. De hecho, en Estados Unidos se empezó a estudiar el tema apenas en los años 90. Hoy sabemos que las consecuencias emocionales son serias y se arrastran toda una vida, si no es que acaban con ella. A padres, maestros y directivos se nos están acabando las excusas. No intervenir ni involucrarse activamente en un caso identificado como bullying es negligencia.
Actuar como adultos implica asumir la parte que nos corresponde. No se trata de iniciar una batalla campal buscando culpables. Padres que creen que los únicos responsables son las personas que trabajan en el colegio. Maestros que esperan que los padres resuelvan solos el problema. Directivos preocupados, sobre todo, por las consecuencias legales del fenómeno. Cuando no hacemos equipo entre los adultos, el bullying inunda la vida de nuestros hijos de miedo, represión y una cultura de silencio. Es cuestión de implementar una estrategia conjunta e integral que incluya orientación para víctima y agresor (¡por separado!), atención a testigos para tomar conciencia y promover la denuncia en lugar del aplauso, entrenamiento a padres, maestros, monitoras de buses. Una comunidad informada y consciente.
A Guatemala le urgen adultos convencidos de que abusar de otros no es normal.
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