Para todo el campo popular, en Guatemala y en cualquier parte del mundo, la pandemia de COVID-19 no fue una buena noticia. Por el contrario, hizo más evidente que nunca las monstruosas injusticias y asimetrías que se dan en la sociedad planetaria.
La enfermedad causada por este agente patógeno, a toda velocidad se convirtió en pandemia llegando prácticamente a todos los rincones del mundo. ¿Por qué se disparó esa alarma monumental, con confinamientos obligados, toques de queda y fuerzas armadas custodiando los encierros?
Sucede que los sistemas de salud pública de todos los países capitalistas, debido a las políticas privatistas –neoliberales– de estas últimas décadas, fueron debilitados y saqueados. La salud privatizada, tomada como mercancía –tal como hace el capitalismo, más aún en su versión neoliberal– solo busca ganar dinero. Por eso los sistemas públicos no le interesan. De esa forma, cuando se desató esta pandemia, las alarmas se encendieron. No porque los distintos gobiernos tenían un problema con sus poblaciones a las que debían atender decorosamente, sino porque la presión de la crisis sanitaria podría provocar estragos, quizá con estallidos sociales. Hospitales públicos colapsados no podían dar abasto a lo que se venía: la mejor solución entonces, cerrar a cal y canto las sociedades.
Haber cerrado drásticamente las economías, funcionó en parte. La pandemia no pudo contenerse, pero no fue tan monumental como podría haber sido si se seguía una vida normal. La cuestión fue la economía: algunos se beneficiaron (las grandes corporaciones farmacéuticas, la banca privada que dio créditos, las empresas ligadas al campo digital, dado el crecimiento exponencial del uso de internet y dispositivos electrónicos). Pero la gran masa trabajadora global sufrió. En Guatemala, lo sabemos, crecieron el hambre, el desempleo, las penurias.
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Se cerraron negocios, muchísima gente fue a la calle, los empresarios aprovecharon para reducir salarios, se impuso el teletrabajo –modalidad que, en muchos casos, seguirá, impidiendo así la organización sindical–, las mujeres llevaron la mayor carga en las casas con la familia confinada. Pero, además, la crisis sanitaria sirvió como excusa perfecta para justificar el desaceleramiento económico que se venía registrando. He ahí una gran mentira: el sistema capitalista nunca se repuso completamente después de la crisis bursátil del 2008; para el 2019 había una profunda recesión a nivel mundial. Los cierres forzados por el COVID-19 fueron la justificación perfecta para salvar la cara. En realidad, lo que tenemos –ahora agravada por la guerra de Ucrania– es una crisis sistémica donde, como siempre, pagan el pato los sectores populares, empobrecidos y desprotegidos.
Lo que sucedió con las vacunas muestra igualmente cómo es el capitalismo: en buena parte del mundo se obligó solo a utilizar las producidas por los laboratorios occidentales, desconociéndose las rusas, chinas o cubanas. Además, el Norte próspero acaparó la gran cantidad de vacunas, dejando al Sur empobrecido solo una pequeña dotación. Esa es la ética del sistema: que se salven los privilegiados, que se aguanten o mueran los de abajo.
La pandemia solo dejó pérdidas para el campo popular en todo el mundo (además de los ocho millones de muertos, cifra que, parece, sería realmente el doble dados los sub-registros. En Guatemala: más de 19,000). El modelo de producción y consumo que va destruyendo cada vez más el medio ambiente facilitó esta pandemia, y todo indica que podrá seguir produciendo otras en el futuro. ¿Qué nos dejó como enseñanza? Que solo planteos basados en el bien común y la solidaridad social, y no el lucro económico, deben regir el ámbito de la salud.
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