Pero si del psicoanálisis se trata, las cosas van peor. De hecho, su campo sigue siendo algo poco conocido, nebuloso, temido incluso. Se lo asocia con una visión hiper-sexualista. El prejuicio en juego es que “todo queda explicado por la sexualidad”.
Sucede que el descubrimiento que instaura Sigmund Freud a inicios del siglo XX conmueve los cimientos de nuestra cultura. Pero no porque se trate de una ilimitada apología de lo sexual levantando la tapa de los infiernos (cosa que la moral no puede consentir) sino porque, más modestamente, viene a destronarnos de nuestro lugar de “dueños de nosotros mismos”.
La verdadera fuerza de la teoría freudiana es la presentación de un concepto muy difícil de asimilar, de procesar: el descubrimiento del inconsciente. Ahora bien: no es la dificultad intelectual en juego lo que produce tanta resistencia. La dificultad de darle cabida en el mundo de los conceptos académicos a la idea de inconsciente es el destronamiento que viene a producir: “nadie es dueño en su propia casa”. Es decir: en nuestra constitución psíquica siempre hay algo que se nos escapa, que no cae bajo lo racional. Lo que no es consciente no es algo marginal, azaroso o fortuito: por el contrario está en el centro de toda la vida psíquica.
La fuerza del nuevo concepto que introduce el psicoanálisis no apunta a algo accesorio en nuestra conformación como sujetos: al contrario, cambia radicalmente el modo mismo de concebirnos. La racionalidad –ese bien tan preciado desde siempre– hace agua. La razón deja de ser el centro. La vida psíquica se anuda en torno a algo que no es consciente, y lo inconsciente pasa a ocupar el lugar principal.
La consecuencia de esta formulación pone en entredicho toda nuestra tradición racional: el sujeto del libre albedrío se quiebra, es cuestionado. El inconsciente abre una nueva forma de ver lo humano.
Lo más curioso del descubrimiento en ciernes, lo que produce tanto rechazo, lo que lo hace intragable es que ese inconsciente no es patrimonio de los “enfermos mentales”: todo sujeto “normal” es siempre sujeto del inconsciente. La forma de demostrarlo que desarrolla Freud sorprende: no apela a la clínica sino que lo presenta a través de la cotidianeidad de cualquier ciudadano de a pie. Los caminos para adentrarse en el campo del inconsciente no son los síntomas (supuestamente patrimonio de la psicopatología) sino el sueño, los actos fallidos, el chiste. Nadie hay que no esté relacionado con todas estas formaciones: nadie deja de soñar, nadie –ni “enfermo psíquico” ni “normal”– deja de tener lapsus (pequeñas equivocaciones al hablar, cambio de un nombre propio, olvidos, etc.), nadie deja de reír ante un chiste. ¿Por qué sucede todo esto? Porque hay inconsciente.
¿Y por qué hay inconsciente?, preguntará la teoría. Porque nuestra constitución como sujetos nos confronta con límites. Somos sujetos deseantes, pero no sabemos bien qué deseamos, pues no hay objeto último que colme el deseo. La sexualidad no es esa fuerza volcánica incontrolable que el sentido común nos presenta. El psicoanálisis viene a mostrar eso: que somos limitados, que la carencia está en la base de nuestra humanización.
Sin dudas la afrenta que conlleva todo esto para nuestro amor propio es muy grande. Destronar a alguien de su pedestal, de la seguridad de sentirse amo y señor para mostrar que la normalidad psicológica es una pura cuestión de grado (todos somos sujetos del inconsciente, todos tenemos síntomas psicológicos, no hay mayor distancia estructural entre el “loco” y quien no lo es, la sexualidad es problemática para todos por igual), todo ello es un golpe bajo muy grande para nuestro narcisimo. Por eso el psicoanálisis sigue siendo un hueso muy duro de roer, y se le huye.
Una psicología que busca la adaptación social, que no nos muestre nuestras flaquezas, es mucho más tolerable. Por eso, seguramente, las técnicas de autoayuda crecen y el psicoanálisis no termina de prender.
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