Otro prejuicio: se ve en él un desaforado pansexualismo que lo reduce todo a morbo. Por supuesto, no es así. Los prejuicios dan una visión nublada del mundo. Y como dijo Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
¿De dónde viene tanta resistencia? ¿Es realmente tan dañino? Sucede que el descubrimiento que instaura Sigmund Freud a inicios del siglo XX con sus primeras investigaciones conmueve los cimientos de nuestra cultura. Pero no porque se trate de una ilimitada apología de lo sexual que levante la tapa de los infiernos, sino porque, más modestamente, viene a destronarnos de nuestro lugar de dueños de nosotros mismos.
El núcleo de la teoría psicoanalítica es difícil de asimilar: el descubrimiento del inconsciente. Pero no es la dificultad intelectual lo que produce tanto prejuicio. Lo insoportable es la idea misma de inconsciente, que viene a demostrar que nadie es dueño en su propia casa. Es decir, en nuestro psiquismo siempre hay algo que se nos escapa, que no cae bajo lo racional. Para el psicoanálisis, lo que no es consciente no es algo marginal, azaroso o enfermizo: está en el centro de toda la vida psíquica.
La fuerza del concepto de inconsciente no apunta a algo accesorio en nuestra conformación como sujetos. Al contrario, cambia radicalmente el modo mismo de concebirnos. La racionalidad hace agua, deja de ser el centro. La vida psíquica se anuda en torno a algo que no es consciente, y lo inconsciente pasa a ocupar un lugar principal.
La consecuencia de esto pone en entredicho nuestra tradición racional: el sujeto del libre albedrío se quiebra, es cuestionado. El inconsciente abre una nueva forma de ver lo humano.
Lo curioso de ese descubrimiento, lo que produce tanto rechazo, lo que lo hace intragable, es que ese inconsciente no es patrimonio de los enfermos mentales: todo sujeto normal es siempre sujeto del inconsciente. La forma de demostrarlo desarrollada por Freud sorprende: no apela a la clínica, sino que lo presenta a través de la cotidianidad de cualquier ciudadano de a pie. Los caminos para adentrarse en el inconsciente no son los síntomas (patrimonio de la psicopatología), sino el sueño, los actos fallidos, el chiste. Nadie deja de estar relacionado con esto: nadie deja de soñar, nadie —ni enfermo psíquico ni normal— deja de tener lapsus (pequeñas equivocaciones al hablar, cambios de un nombre propio, olvidos, etcétera). Nadie deja de reír ante un chiste. ¿Por qué sucede esto? Porque hay inconsciente.
¿Por qué hay inconsciente? Porque nuestra constitución como sujetos nos confronta con límites. Somos sujetos deseantes, pero no sabemos bien qué deseamos, pues no hay objeto último que colme el deseo. La sexualidad no es esa fuerza volcánica incontrolable que el sentido común nos presenta. El psicoanálisis muestra que somos limitados, que la carencia está en la base de nuestra humanización. La sexualidad, contraria al prejuicio dominante, nos enseña que nuestra raíz no está en lo animal (el apareamiento macho-hembra para procrear), sino que se define por una intrincada, compleja marcha que lleva a la cría humana a ser un sujeto normal, con una identidad sexual construida, adaptado a su medio, y que en esa marcha siempre hay, en mayor o menor medida, traspiés, rasguños. Quedan cicatrices.
Hace 20 años, cuando se firmaba la paz, en la capital había 35 travestis trabajando en sus calles. Hoy en día hay 350. ¿Quiénes los contratan? Varones, machos, probablemente ejemplares padres de familia que van a misa. ¿Qué indica eso? Más allá de lo cachureco de nuestra sociedad, la sexualidad nos patentiza la terriblemente difícil desgarradura que nos constituye a todos, cachurecos y ateos. No es que el psicoanálisis tenga la cabeza llena de sexo (cochino, morboso), sino que, por el contrario, la complejidad de nuestra vida sexual nos enseña que ese tema no es una simple cuestión de maduración instintiva, sino un siempre difícil paso por la cultura, por lo social. Y que ese paso deja marcas. Esa marca, de la que no sabemos nada ni queremos saber, es el inconsciente. Esa marca nos confronta con límites, carencia, finitud. Los seres humanos estamos marcados por eso (por ello el poder nos fascina como modo de saltar nuestra finita condición sintiéndonos ilimitados —¿qué es sino eso el poder?—).
La afrenta que conlleva esto para nuestro amor propio es muy grande. Destronar a alguien de su pedestal, de la seguridad de sentirse amo y señor, para mostrar que la normalidad psicológica es una pura cuestión de grado (todos somos sujetos del inconsciente, todos tenemos síntomas psicológicos, no hay mayor distancia estructural entre el loco y quien no lo es y la sexualidad es problemática para todos por igual —¿quién asegura que nuestro hijo varón o nuestro novio o nuestro papá no es uno de los que buscan los servicios de alguno de los 350 travestis que deambulan por ahí?—) es un golpe bajo muy grande para nuestro narcisismo. Por eso el psicoanálisis sigue siendo un hueso muy duro de roer y se lo rehúye. Más aún, se lo desprestigia.
Una psicología que busca la adaptación social, que nos haga buenos normales (¡que no acuden a los travestis, por supuesto!), que no muestre nuestras flaquezas, es más tolerable. Por eso las técnicas de autoayuda, las apapachoterapias, crecen, y el psicoanálisis no termina de prender.
No es cierto que al psicoanálisis le falte compromiso social. Esa es una falacia. El compromiso (toma de posición ideológico-política) está en quien ejerce el trabajo. Con los conceptos psicoanalíticos se puede trabajar sin poner en tela de juicio el sistema imperante o cuestionándolo en su raíz. El psicoanálisis sirve para procesar algo del sufrimiento humano. Que ese sufrimiento termine reduciéndose con un apapacho (¿se reduce de verdad así?), con un fármaco, con un trago de licor o con una interpretación psicoanalítica es otra cosa. Y que quien trabaja en este oficio se alinee a los poderes dominantes o los cuestione no está en la teoría psicoanalítica, sino en su ideología.
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Ahondo más en el tema en esta entrevista de Albedrío. Y voy a ahondar en el tema aún más en el curso que voy a impartir en la Escuela de Psicología de la USAC (ver el volante a continuación).
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